SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOSLIV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Biblioteca del Palacio Apostólico
Viernes, 1 de enero de 2021
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz año!
Empezamos el nuevo año poniéndonos bajo la mirada materna y amorosa de María Santísima, que la liturgia hoy celebra como Madre de Dios. Retomamos así el camino a lo largo de las sendas del
tiempo, encomendando nuestras angustias y nuestros tormentos a Aquella que todo lo puede. María nos mira con ternura materna así como miraba a su Hijo Jesús. Y si nosotros miramos al pesebre [se gira hacia el pesebre colocado en la sala], vemos que Jesús no está en la cuna, y me dicen que la Virgen ha dicho: “¿Me dejan tener en brazos un poco a este hijo mío?”. Y así hace la Virgen con nosotros: quiere tenernos entre los brazos, para cuidarnos como ha cuidado y amado a su Hijo. La mirada tranquilizadora y consoladora de la Santísima Virgen es un estímulo para que este tiempo, que nos ha dado el Señor, sea dedicado a nuestro crecimiento humano y espiritual, sea tiempo de suavizar los odios y las divisiones — hay muchas— sea tiempo de sentirnos todos más hermanos, sea tiempo de construir y no de destruir, cuidándonos unos a otros y de la creación. Un tiempo para hacer crecer, un tiempo de paz.
Es precisamente al cuidado del prójimo y de la creación que está dedicado el tema de la Jornada Mundial de la Paz, que hoy celebramos: La cultura del cuidado como camino de paz. Los dolorosos eventos que han marcado el camino de la humanidad el año pasado, especialmente la pandemia, nos enseñan lo necesario que es interesarse por los problemas de los otros y compartir sus preocupaciones. Esta actitud representa el camino que conduce a la paz, porque favorece la construcción de una sociedad fundada en las relaciones de fraternidad. Cada uno de nosotros, hombres y mujeres de este tiempo, está llamado a traer la paz: cada uno de nosotros, no somos indiferentes a esto. Nosotros estamos todos llamados a traer la paz y a traerla cada día y en cada ambiente de vida, sosteniendo la mano al hermano que necesita una palabra de consuelo, un gesto de ternura, una ayuda solidaria. Y esto para nosotros es una tarea dada por Dios. El Señor nos ha dado la tarea de ser trabajadores de paz.
Y la paz se puede construir si empezamos a estar en paz con nosotros mismos —en paz dentro, en el corazón— y con quien tenemos cerca, quitando los obstáculos que nos impiden cuidar de quienes se encuentran en necesidad y en la indigencia. Se trata de desarrollar una mentalidad y una cultura del “cuidado”, para derrotar la indiferencia, para derrotar el descarte y la rivalidad —indiferencia, descarte, rivalidad—, que lamentablemente prevalecen. Quitar estas actitudes. Y así la paz no es solo ausencia de guerra. La paz nunca es aséptica, no, no existe la paz del quirófano. La paz está en la vida: no es solo ausencia de guerra, sino que es vida rica de sentido, configurada y vivida en la realización personal y en el compartir fraterno con los otros. Entonces esa paz tan ansiada y puesta siempre en peligro por la violencia, el egoísmo y la maldad, esa paz puesta en peligro se convierte en posible y realizable si yo la tomo como tarea que me ha dado Dios.
La Virgen María, que ha dado a luz al «Príncipe de paz» (Is 9,6), y que lo acuna así, con tanta ternura, entre sus brazos, nos obtenga del Cielo el bien precioso de la paz, que con tan solo las fuerzas humanas no se logra perseguir en plenitud. Solamente las fuerzas humanas no bastan, porque la paz es sobre todo don, un don de Dios; debe ser implorada con incesante oración, sostenida con un diálogo paciente y respetuoso, construida con una colaboración abierta a la verdad y a la justicia y siempre atenta a las legítimas aspiraciones de las personas y de los pueblos. Mi deseo es que reine la paz en el corazón de los hombres y en las familias; en los lugares de trabajo y de ocio; en las comunidades y en las naciones. En las familias, en el trabajo, en las naciones: paz, paz. Y ahora pensemos que la vida hoy está organizada por las guerras, las enemistades, tantas cosas que destruyen… Queremos paz. Y esta es un don.
En el umbral de este comienzo, dirijo a todos mi cordial deseo de un feliz y sereno 2021. Cada uno de nosotros trate de hacer que sea un año de fraterna solidaridad y de paz para todos; un año cargado de confiada espera y de esperanzas, que encomendamos a la protección de María, madre de Dios y madre nuestra.
Después del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas!
A todos vosotros, conectados a través de los medios de comunicación, os dirijo mi deseo de paz y de serenidad para el año nuevo.
Doy las gracias al presidente de la República italiana, Sergio Mattarella, por la felicitación que me dirigió ayer por la noche en su Mensaje de final de año, y le correspondo cordialmente.
Estoy agradecido a cuantos, en distintos lugares del mundo, respetando las restricciones impuestas por la pandemia, han promovido momentos de oración y de reflexión con ocasión de la actual Jornada Mundial de la Paz. Pienso en particular en la Marcha virtual de anoche, organizada por el Episcopado italiano, Pax Christi, Cáritas y Acción Católica; como también la de esta mañana, promovida por la Comunidad de San Egidio conectados en directo a nivel mundial. Gracias a todos por estas y muchas otras iniciativas a favor de la reconciliación y de la concordia entre los pueblos.
En tal contexto, expreso dolor y preocupación por la nueva escalada de violencia en Yemen que está causando numerosas víctimas inocentes, y rezo para que se hagan esfuerzos para encontrar soluciones que permitan el regreso de la paz para esas poblaciones golpeadas. Hermanos y hermanas, ¡pensemos en los niños de Yemen! Sin educación, sin medicinas, hambrientos. Recemos juntos por Yemen.
Además os invito a uniros en oración a la archidiócesis de Owerri en Nigeria por el obispo monseñor Moses Chikwe y por su conductor, secuestrados los días pasados. Pidamos al Señor que ellos y todos aquellos que son víctimas de actos similares en Nigeria vuelvan ilesos en libertad y que ese querido país encuentre de nuevo seguridad, concordia y paz.
Dirijo un saludo especial a los Sternsinger, los “Cantores de la Estrella”, niños y jóvenes que en Alemania y Austria, aun sin poder visitar a las familias en las casas, han encontrado la forma de llevarles la buena noticia de la Navidad y de recaudar donaciones para sus coetáneos necesitados.
Os deseo a todos un año de paz y de esperanza, con la protección de María, la Santa Madre de Dios. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
02.01.21
HOMILÍA
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica
de San Pedro
Miércoledì, 6 de enero de 2021
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El
evangelista Mateo subraya que los magos, cuando llegaron a Belén,
«vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo
adoraron» (Mt 2,11). Adorar al Señor no es fácil,
no es un hecho inmediato: exige una cierta madurez espiritual, y es
el punto de llegada de un camino interior, a veces largo. La actitud
de adorar a Dios no es espontánea en nosotros. Sí, el ser humano
necesita adorar, pero corre el riesgo de equivocar el objetivo. En
efecto, si no adora a Dios adorará a los ídolos ―no existe un
punto intermedio, o Dios o los ídolos; o diciéndolo con una frase
de un escritor francés: “Quien no adora a Dios, adora al diablo”
(Léon Bloy)―, y en vez de creyente se volverá idólatra. Y es
asís, aut aut.
En
nuestra época es particularmente necesario que, tanto individual
como comunitariamente, dediquemos más tiempo a la adoración,
aprendiendo a contemplar al Señor cada vez mejor. Se ha perdido un
poco el sentido de la oración de adoración, debemos recuperarlo, ya
sea comunitariamente como también en la propia vida espiritual. Hoy,
por lo tanto, pongámonos en la escuela de los magos, para aprender
de ellos algunas enseñanzas útiles: como ellos, queremos ponernos
de rodillas y adorar al Señor. Adorarlo en serio, no como dijo
Herodes: “Avísenme dónde se encuentra para que vaya a adorarlo”.
No, este tipo de adoración no funciona. De verdad.
De
la liturgia de la Palabra de hoy entresacamos tres expresiones, que
pueden ayudarnos a comprender mejor lo que significa ser adoradores
del Señor. Estas expresiones son: “levantar la vista”, “ponerse
en camino” y “ver”. Estas tres expresiones nos ayudarán a
entender qué significa ser adoradores del Señor.
La
primera expresión, levantar la vista, nos la ofrece el
profeta Isaías. A la comunidad de Jerusalén, que acababa de volver
del exilio y estaba abatida a causa de tantas dificultades, el
profeta les dirige este fuerte llamado: «Levanta la vista en torno,
mira» (60,4). Es una invitación a dejar de lado el cansancio y las
quejas, a salir de las limitaciones de una perspectiva estrecha, a
liberarse de la dictadura del propio yo, siempre inclinado a
replegarse sobre sí mismo y sus propias preocupaciones. Para adorar
al Señor es necesario ante todo “levantar la vista”, es decir,
no dejarse atrapar por los fantasmas interiores que apagan la
esperanza, y no hacer de los problemas y las dificultades el centro
de nuestra existencia. Eso no significa que neguemos la realidad,
fingiendo o creyendo que todo está bien. No. Se trata más bien de
mirar de un modo nuevo los problemas y las angustias, sabiendo que el
Señor conoce nuestras situaciones difíciles, escucha atentamente
nuestras súplicas y no es indiferente a las lágrimas que
derramamos.
Esta
mirada que, a pesar de las vicisitudes de la vida, permanece confiada
en el Señor, genera la gratitud filial. Cuando esto sucede, el
corazón se abre a la adoración. Por el contrario, cuando fijamos la
atención exclusivamente en los problemas, rechazando alzar los ojos
a Dios, el miedo invade el corazón y lo desorienta, dando lugar a la
rabia, al desconcierto, a la angustia y a la depresión. En estas
condiciones es difícil adorar al Señor. Si esto ocurre, es
necesario tener la valentía de romper el círculo de nuestras
conclusiones obvias, con la conciencia de que la realidad es más
grande que nuestros pensamientos. Levanta la vista en torno,
mira: el Señor nos invita sobre todo a confiar en Él, porque
cuida realmente de todos. Por tanto, si Dios viste tan bien la
hierba, que hoy está en el campo y mañana es arrojada al horno,
¿cuánto más hará por nosotros? (cf. Lc 12,28).
Si alzamos la mirada hacia el Señor, y contemplamos la realidad a su
luz, descubriremos que Él no nos abandona jamás: «el Verbo se hizo
carne» (Jn 1,14) y permanece siempre con nosotros, todos
los días (cf. Mt 28,20). Siempre.
Cuando
elevamos los ojos a Dios, los problemas de la vida no desaparecen,
no, pero sentimos que el Señor nos da la fuerza necesaria para
afrontarlos. “Levantar la vista”, entonces, es el primer paso que
nos dispone a la adoración. Se trata de la adoración del discípulo
que ha descubierto en Dios una alegría nueva, una alegría distinta.
La del mundo se basa en la posesión de bienes, en el éxito y en
otras cosas por el estilo, siempre con el “yo” al centro. La
alegría del discípulo de Cristo, en cambio, tiene su fundamento en
la fidelidad de Dios, cuyas promesas nunca fallan, a pesar de las
situaciones de crisis en las que podamos encontrarnos. Y es ahí,
entonces, que la gratitud filial y la alegría suscitan el anhelo de
adorar al Señor, que es fiel y nunca nos deja solos.
La
segunda expresión que nos puede ayudar es ponerse en camino.
Levantar la vista [la primera]; la segunda: ponerse en camino. Antes
de poder adorar al Niño nacido en Belén, los magos tuvieron que
hacer un largo viaje. Escribe Mateo: «Unos magos de Oriente se
presentaron en Jerusalén preguntando: “¿Dónde está el Rey de
los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y
venimos a adorarlo”» (Mt 2,1-2). El viaje implica
siempre una trasformación, un cambio. Después del viaje ya no somos
como antes. En el que ha realizado un camino siempre hay algo nuevo:
sus conocimientos se han ampliado, ha visto personas y cosas nuevas,
ha experimentado el fortalecimiento de su voluntad al enfrentar las
dificultades y los riesgos del trayecto. No se llega a adorar al
Señor sin pasar antes a través de la maduración interior que nos
da el ponernos en camino.
Llegamos
a ser adoradores del Señor mediante un camino gradual. La
experiencia nos enseña, por ejemplo, que una persona con cincuenta
años vive la adoración con un espíritu distinto respecto a cuando
tenía treinta. Quien se deja modelar por la gracia, normalmente, con
el pasar del tiempo, mejora. El hombre exterior se va desmoronando
—dice san Pablo—, mientras el hombre interior se renueva día a
día (cf. 2 Co 4,16), preparándose para adorar al
Señor cada vez mejor. Desde este punto de vista, los fracasos, las
crisis y los errores pueden ser experiencias instructivas, no es raro
que sirvan para hacernos caer en la cuenta de que sólo el Señor es
digno de ser adorado, porque solamente Él satisface el deseo de vida
y eternidad presente en lo íntimo de cada persona. Además, con el
paso del tiempo, las pruebas y las fatigas de la vida —vividas en
la fe— contribuyen a purificar el corazón, a hacerlo más humilde
y por tanto más dispuesto a abrirse a Dios. También los pecados,
también la conciencia de ser pecadores, de descubrir cosas muy feas.
“Sí, pero yo hice esto… cometí…” Si aceptas esto con fe y
con arrepentimiento, con contrición, te ayudará a crecer. Dice
Pablo que todo, todo, ayuda al crecimiento espiritual, al encuentro
con Jesús; también los pecados, también. Y añade santo Tomás
“Etiam mortalia”, aún los pecados más feos, los peores.
Si tú lo afrontas con arrepentimiento, te ayudará en este viaje
hacia el encuentro con el Señor y a adorarlo mejor.
Como
los magos, también nosotros debemos dejarnos instruir por el camino
de la vida, marcado por las inevitables dificultades del viaje. No
permitamos que los cansancios, las caídas y los fracasos nos empujen
hacia el desaliento. Por el contrario, reconociéndolos con humildad,
nos deben servir para avanzar hacia el Señor Jesús. La vida no es
una demostración de habilidades, sino un viaje hacia Aquel que nos
ama. No tenemos que andar enseñando en cada momento de la vida
nuestra credencial de virtudes. Con humildad, debemos dirigirnos
hacia el Señor. Mirando al Señor, encontraremos la fuerza para
seguir adelante con alegría renovada.
Y
llegamos a la tercera expresión: ver. Levantar la vista,
ponerse en camino, ver. El evangelista escribe: «Entraron en la
casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo
adoraron» (Mt 2,11). La adoración era el homenaje
reservado a los soberanos, a los grandes dignatarios. Los magos, en
efecto, adoraron a Aquel que sabían que era el rey de los judíos
(cf. Mt 2,2). Pero, de hecho, ¿qué fue lo que
vieron? Vieron a un niño pobre con su madre. Y sin embargo estos
sabios, llegados desde países lejanos, supieron trascender aquella
escena tan humilde y corriente, reconociendo en aquel Niño la
presencia de un soberano. Es decir, fueron capaces de “ver” más
allá de la apariencia. Arrodillándose ante el Niño nacido en
Belén, expresaron una adoración que era sobre todo interior: abrir
los cofres que llevaban como regalo fue signo del ofrecimiento de sus
corazones.
Para
adorar al Señor es necesario “ver” más allá del velo de lo
visible, que frecuentemente se revela engañoso. Herodes y los
notables de Jerusalén representan la mundanidad, perennemente
esclava de la apariencia. Ven pero no saben mirar ―no digo que no
crean, sería demasiado― pero no saben mirar porque su capacidad es
esclava de la apariencia y en busca de entretenimiento. La mundanidad
sólo da valor a las cosas sensacionales, a las cosas que llaman la
atención de la masa. En cambio, en los magos vemos una actitud
distinta, que podríamos definir como realismo teologal ―una
palabra demasiado “alta”, pero podemos decir así, un realismo
teologal―. Este percibe con objetividad la realidad de
las cosas, llegando finalmente a la comprensión de que Dios se
aparta de cualquier ostentación. El Señor está en la humildad, el
Señor es como aquel niño humilde, que huye de la ostentación, que
es el resultado de la mundanidad. Este modo de “ver” que
trasciende lo visible, hace que nosotros adoremos al Señor, a menudo
escondido en las situaciones sencillas, en las personas humildes y
marginales. Se trata pues de una mirada que, sin dejarse deslumbrar
por los fuegos artificiales del exhibicionismo, busca en cada ocasión
lo que no es fugaz, busca al Señor. Nosotros, por eso, como escribe
el apóstol Pablo, «no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que
no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es
eterno» (2 Co 4,18).
Que
el Señor Jesús nos haga verdaderos adoradores suyos, capaces de
manifestar con la vida su designio de amor, que abraza a toda la
humanidad. Pidamos para cada uno de nosotros y para toda la Iglesia
la gracia de aprender a adorar, de continuar adorando, de practicar
mucho esta oración de adoración, porque sólo Dios debe ser
adorado.
07.01.21
ÁNGELUS
Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 17 de enero de 2021
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este segundo domingo del Tiempo Ordinario (cf. Jn 1,35-42) presenta el encuentro de Jesús con sus primeros discípulos. La escena se desarrolla en el río Jordán, el día después del bautismo de Jesús. El mismo Juan Bautista señala al Mesías a dos de ellos con estas palabras: «¡He ahí el Cordero de Dios!» (v. 36). Y aquellos dos, fiándose del testimonio del Bautista, siguen a Jesús que se da cuenta y pregunta: «¿Qué buscáis?» y ellos le preguntan: «Maestro, ¿dónde vives?» (v. 38).
Jesús no contesta: “Vivo en Cafarnaún o en Nazaret”, sino que dice: «Venid y lo veréis» (v. 39). No es una tarjeta de visita, sino la invitación a un encuentro. Los dos lo siguen y se quedan con Él esa tarde. No es difícil imaginarlos sentados, haciéndole preguntas y sobre todo escuchándolo, sintiendo que sus corazones se encienden cada vez más mientras el Maestro habla. Advierten la belleza de palabras que responden a su esperanza cada vez más grande. Y de improviso descubren que, mientras empieza a atardecer, en ellos, en su corazón estalla la luz que sólo Dios puede dar. Algo que llama la atención: uno de ellos, sesenta años después, o quizás más, escribió en el Evangelio: «Eran más o menos las cuatro de la tarde» (Jn 1,39), escribió la hora. Y esto es algo que nos hace pensar: todo encuentro auténtico con Jesús permanece en la memoria viva, nunca se olvida. Se olvidan muchos encuentros, pero el verdadero encuentro con Jesús siempre permanece. Y ellos, tantos años después, se acordaban incluso de la hora, no podían olvidar este encuentro tan feliz, tan pleno, que había cambiado sus vidas. Luego, cuando salen de este encuentro y vuelven con sus hermanos, esta alegría, esta luz se desborda de sus corazones como una riada. Uno de los dos, Andrés, dice a su hermano Simón —a quien Jesús llamará Pedro cuando lo encuentre—: «Hemos encontrado al Mesías» (v. 41). Se fueron seguros de que Jesús era el Mesías, convencidos.
Detengámonos un momento en esta experiencia de encuentro con Cristo que nos llama a estar con Él. Cada llamada de Dios es una iniciativa de su amor. Siempre es Él quien toma la iniciativa, Él te llama. Dios llama a la vida, llama a la fe, y llama a un estado de vida particular. “Yo te quiero aquí”. La primera llamada de Dios es a la vida; con ella nos constituye como personas; es una llamada individual, porque Dios no hace las cosas en serie. Después Dios llama a la fe y a formar parte de su familia, como hijos de Dios. Finalmente, Dios nos llama a un estado de vida particular: a darnos a nosotros mismos en el camino del matrimonio, en el del sacerdocio o en el de la vida consagrada. Son maneras diferentes de realizar el proyecto que Dios, ese que tiene para cada uno de nosotros, que es siempre un plan de amor. Dios llama siempre. Y la alegría más grande para cada creyente es responder a esta llamada, a entregarse completamente al servicio de Dios y de sus hermanos.
Hermanos y hermanas, frente a la llamada del Señor, que puede llegar a nosotros de mil maneras, también a través de personas, de acontecimientos, tanto alegres como tristes, nuestra actitud a veces puede ser de rechazo —“No...Tengo miedo...—, rechazo porque nos parece que contrasta con nuestras aspiraciones y también de miedo, porque la consideramos demasiado exigente e incómoda. “Oh, no, no lo conseguiré, mejor que no, mejor una vida más tranquila... Dios allí y yo aquí”. Pero la llamada de Dios es amor, tenemos que intentar encontrar el amor que hay detrás de cada llamada, y a ella se responde solo con amor. Este es el lenguaje: la respuesta a una llamada que viene del amor es solo el amor. Al principio hay un encuentro, precisamente, el encuentro con Jesús, que nos habla del Padre, nos da a conocer su amor. Y entonces, espontáneamente, brota también en nosotros el deseo de comunicarlo a las personas que amamos: “He encontrado el Amor”, “he encontrado al Mesías”, “he encontrado a Dios”, “he encontrado a Jesús” “he encontrado el sentido de mi vida”. En una palabra: “He encontrado a Dios”.
Que la Virgen María nos ayude a hacer de nuestra vida un canto de alabanza a Dios, en respuesta a su llamada y en el cumplimiento humilde y alegre de su voluntad. Pero recordemos esto: para cada uno de nosotros, en la vida, ha habido un momento en el que Dios se ha hecho presente con más fuerza, con una llamada. Recordémosla. Retornemos a ese momento, para que el recuerdo de aquel momento nos renueve siempre en el encuentro con Jesús.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Expreso mi cercanía a la población de la isla de Sulawesi en Indonesia, golpeada por un fuerte terremoto. Rezo por los muertos, los heridos y los que han perdido sus casas y su trabajo. Que el Señor los consuele y sostenga los esfuerzos de los que están llevando socorros.
Recemos juntos por nuestros hermanos de Sulawesi, y también por las víctimas del accidente de avión del sábado pasado, siempre en Indonesia. Ave María...
Hoy se celebra en Italia la Jornada de profundización y desarrollo del diálogo entre católicos y hebreos. Me alegro de esta iniciativa que se lleva a cabo desde hace más de treinta años y espero que dé abundantes frutos de fraternidad y colaboración.
Mañana es un día importante: comienza la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Este año el tema se basa en la exhortación de Jesús: «Permaneced en mi amor y daréis mucho fruto» (cf. Jn 15,5-9). El lunes, 25 de enero, concluiremos con la celebración de las vísperas en la basílica de San Pablo Extramuros, junto con los representantes de las demás comunidades cristianas presentes en Roma. En estos días, recemos concordes para que se cumpla el deseo de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). La unidad, que siempre es superior al conflicto.
Dirijo un cordial saludo a vosotros, los que estáis conectados a través de los medios de comunicación. Os deseo a todos un buen domingo. Y por favor no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
17.01.21
ÁNGELUS
Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 24 de enero de 2021
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de este domingo (cf. Mc 1,14-20) nos muestra el “paso del testigo” —por así decir— de Juan el Bautista a Jesús. Juan ha sido su precursor, le ha preparado el terreno y le ha preparado el camino: ahora Jesús puede iniciar su misión y anunciar la salvación ya presente: Él es la salvación. Su predicación se sintetiza en estas palabras: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (v. 15). Simplemente. Jesús no usaba medias palabras. Es un mensaje que nos invita a reflexionar sobre dos temas esenciales: el tiempo y la conversión.
En este texto del evangelista Marcos, hay que entender el tiempo como la duración de la historia de la salvación realizada por Dios; por tanto, el tiempo “cumplido” es aquel en el que esta acción salvífica llega a su culmen, a su plena actuación: es el momento histórico en el que Dios ha enviado al Hijo al mundo y su Reino se ha hecho más “cercano” que nunca. Se ha cumplido el tiempo de la salvación porque ha llegado Jesús.
Sin embargo, la salvación no es automática; la salvación es un don de amor, y como tal, ofrecido a la libertad humana. Siempre, cuando se habla de amor, se habla de libertad. Un amor sin libertad no es amor. Puede ser interés, puede ser miedo, muchas cosas. Pero el amor siempre es libre. Y, siendo libre, requiere una respuesta libre: requiere nuestra conversión. Es decir, se trata de cambiar de mentalidad. Esta es la conversión: cambiar de mentalidad y cambiar de vida, no seguir más los modelos del mundo, sino el de Dios, que es Jesús, como hizo Jesús y como Él nos enseñó. Es un cambio decisivo de visión y de actitud. De hecho, el pecado —sobre todo el pecado de la mundanidad, que es como el aire, está por todas partes— trajo al mundo una mentalidad que tiende a la afirmación de uno mismo contra los demás, e incluso contra Dios. Esto es curioso: ¿cuál es tu identidad? Muchas veces sentimos que en el espíritu del mundo se expresa la propia identidad con términos “contra”. En el espíritu del mundo es difícil expresar la propia identidad con términos positivos y de salvación. Se hace contra los demás y contra Dios. Y a este fin, la mentalidad del mundo, la mentalidad del pecado, no duda en usar el engaño y la violencia. El engaño y la violencia. Vemos lo que sucede con el engaño y la violencia: codicia, deseo de poder y no de servicio, guerras, explotación de la gente… Esta es la mentalidad del engaño, que ciertamente tiene su origen en el padre del engaño, el gran mentiroso, el diablo. Él es el padre de la mentira, así lo define Jesús.
A todo ello se opone el mensaje de Jesús, que nos invita a reconocernos necesitados de Dios y de su gracia; a mantener una actitud equilibrada frente a los bienes terrenos; a ser acogedores y humildes con todos; a conocernos y realizarnos a nosotros mismos mediante el encuentro y el servicio a los demás. Para cada uno de nosotros, el tiempo durante el que podemos acoger la redención es breve: es la duración de nuestra vida en este mundo. Es breve. Quizá parezca larga… Yo recuerdo que una vez fui a impartir los Sacramentos, la Unción de los enfermos, a un anciano muy bueno, muy bueno y él en ese momento, antes de recibir la Eucaristía y la Unción de los Enfermos, me dijo esta frase: “La vida se me ha pasado volando”; como diciendo: yo creía que era eterna, pero… “la vida se me ha pasado volando”. Así sentimos nosotros, los ancianos, la vida que se fue. Se va. Y la vida es un don del infinito amor de Dios, pero es también el tiempo de verificación de nuestro amor por Él. Por eso, cada momento, cada instante de nuestra existencia es un tiempo precioso para amar a Dios y para amar al prójimo, y así entrar en la vida eterna.
La historia de nuestra vida tiene dos ritmos: uno, medible, hecho de horas, días, años; el otro, compuesto por las estaciones de nuestro desarrollo: nacimiento, infancia, adolescencia, madurez, vejez, muerte. Cada tiempo, cada fase, tiene un valor proprio y puede ser momento privilegiado de encuentro con el Señor. La fe nos ayuda a descubrir el significado espiritual de estos tiempos: cada uno de ellos contiene una llamada especial del Señor, a la que podemos dar una respuesta positiva o negativa. En el Evangelio vemos como respondieron Simón, Andrés, Santiago y Juan: eran hombres maduros, tenían su trabajo de pescadores, tenían la vida en familia… Y, sin embargo, cuando Jesús pasó y los llamó, «enseguida dejaron las redes y lo siguieron» (Mc 1,18).
Queridos hermanos y hermanas, estemos atentos y no dejemos pasar a Jesús sin recibirlo. San Agustín decía: “Tengo miedo de Dios cuando pasa”. ¿Miedo de qué? De no reconocerlo, de no verlo de no acogerlo.
Que la Virgen María nos ayude a vivir cada día, cada momento, como tiempo de salvación en el que el Señor pasa y nos llama a seguirlo, cada uno según su propia vida. Y nos ayude a convertirnos de la mentalidad del mundo, esa de las fantasías del mundo que son fuegos artificiales, a la del amor y del servicio.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo está dedicado a la Palabra de Dios. Uno de los grandes dones de nuestro tiempo es el redescubrimiento de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia, a todos los niveles. La Biblia nunca ha sido tan accesible a todos como hoy: en todas las lenguas y ahora también en los formatos audiovisuales y digitales. San Jerónimo, de quien he recordado hace poco el 16° centenario de la muerte, dice que quien ignora la Escritura ignora a Cristo (cfr. In Isaiam Prol.). Y viceversa, es Jesucristo, el Verbo hecho carne, muerto y resucitado, el que nos abre la mente a la comprensión de las Escrituras (cfr. Lc 24,45). Esto sucede especialmente en la Liturgia, pero también cuando rezamos solos o en grupo, especialmente con el Evangelio y con los Salmos. Doy las gracias a las parroquias y les animo en su esfuerzo constante por educar a la escucha de la Palabra de Dios. ¡Que nunca nos falte la alegría de sembrar el Evangelio! Y repito otra vez: tengamos la costumbre, tened la costumbre de llevar siempre un pequeño Evangelio en el bolsillo, en el bolso, para poderlo leer durante la jornada, al menos tres o cuatro versículos. El Evangelio siempre con nosotros.
El pasado 20 de enero, a pocos metros de la Plaza de San Pedro, fue encontrado muerto a causa del frío un sintecho nigeriano de 46 años, llamado Edwin. Su historia se añade a la de otros muchos sintechos recientemente fallecidos en Roma en las mismas circunstancias dramáticas. Recemos por Edwin. Que nos sirva de advertencia lo que dijo San Gregorio Magno que, ante la muerte por frío de un mendigo, afirmó que ese día no se celebrarían Misas, porque era como el Viernes Santo. Pensemos en Edwin. Pensemos qué sintió este hombre, de 46 años, en el frío, ignorado por todos, abandonado, también por nosotros. Recemos por él.
Mañana por la tarde, en la Basílica de San Pablo Extramuros, celebraremos las Vísperas de la fiesta de la Conversión de San Pablo, como conclusión de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, junto con los representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. Os invito a uniros espiritualmente a nuestra oración.
Hoy es también la memoria de San Francisco de Sales, patrono de los periodistas. Ayer fue difundido el Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, titulado “«Ven y lo verás» (Jn 1,46). Comunicar encontrando a las personas donde están y como son”. Exhorto a todos los periodistas y comunicadores a “ir y ver”, incluso allí donde nadie quiere ir, y a testimoniar la verdad.
Dirijo un cordial saludo a vosotros, los que estáis conectados a través de los medios de comunicación. Un recuerdo y una oración van a las familias que viven más dificultades en este periodo. ¡Ánimo, sigamos adelante! Oremos por estas familias y, en la medida de lo posible, estemos cerca de ellas.
Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
24.01.21
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 31 de enero de 2021
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de hoy (cf. Mc 1,21-28) relata un día típico del ministerio de Jesús, se trata concretamente de un sábado, día dedicado al descanso y la oración, la gente iba a la sinagoga. En la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús lee y comenta las Escrituras. Su manera de hablar atrae a los presentes, que quedan asombrados porque demuestra una autoridad diferente a la de los escribas (v. 22). Además, Jesús se revela poderoso también en las obras. Así es, cuando un hombre en la sinagoga se vuelve contra él, llamándole el Santo de Dios, Jesús reconoce el espíritu maligno, le ordena que salga de ese hombre y lo expulsa (vv. 23-26).
Aquí vemos los dos elementos característicos de la acción de Jesús: la predicación y la obra taumatúrgica de curación: predica y cura. Ambos aspectos se destacan en el pasaje del evangelista Marcos, pero el que más sobresale es el de la predicación; el exorcismo se presenta para confirmar su “autoridad” singular y su enseñanza. Jesús predica con autoridad propia, como alguien que tiene una doctrina que procede de sí mismo, y no como los escribas que repetían tradiciones anteriores y leyes recibidas. Repetían palabras, palabras, palabras, solo palabras —como cantaba la gran Mina—. Eran así: solo palabras. En Jesús, en cambio, la palabra tiene autoridad, Jesús tiene autoridad. Y esto toca el corazón. La enseñanza de Jesús tiene la misma autoridad de Dios que habla; de hecho, con una sola orden libera fácilmente al poseído del maligno y lo cura. ¿Por qué? Porque su palabra obra lo que dice. Porque es el profeta definitivo. Pero, ¿por qué digo esto, qué es el profeta definitivo? Recordemos la promesa de Moisés. Dice Moisés: “Después de mí, más adelante, vendrá un profeta como yo —¡como yo!— que os enseñará” (cf. Dt 18,15). Moisés anuncia a Jesús como el profeta definitivo. Por eso [Jesús] no habla con autoridad humana, sino con autoridad divina, porque tiene el poder de ser el profeta definitivo, es decir, el Hijo de Dios que nos salva, nos sana a todos.
El segundo aspecto, el de las curaciones, muestra que la predicación de Cristo tiene como objetivo vencer el mal presente en el hombre y en el mundo. Su palabra apunta directamente contra el reino de Satanás, lo pone en crisis y lo hace retroceder, obligándolo a dejar el mundo. El poseído —ese hombre poseído, obseso—, tras la orden del Señor, es liberado y transformado en una nueva persona. Además, la predicación de Jesús pertenece a una lógica opuesta a la del mundo y del maligno: sus palabras se revelan como la alteración de un orden equivocado de las cosas. El diablo presente en el poseído, de hecho, grita cuando Jesús se acerca: «¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a arruinarnos?» (v. 24). Estas expresiones indican la total diferencia entre Jesús y Satanás: están en planos completamente diferentes; no hay nada en común entre ellos; son opuestos entre sí. Jesús, que tiene autoridad, que atrae a las personas con su autoridad, y también el profeta que libera, el profeta prometido que es el Hijo de Dios que sana. ¿Escuchamos las palabras autorizadas de Jesús? Siempre, no os olvidéis de llevar en el bolsillo o el bolso un pequeño Evangelio, para leerlo durante el día, para escuchar la palabra autorizada de Jesús. Y además, todos tenemos problemas, todos tenemos pecados, todos tenemos enfermedades espirituales. Pidamos a Jesús: “Jesús, tú eres el profeta, el Hijo de Dios, el que fue prometido para sanarnos. ¡Sáname!”. Pedir a Jesús la curación de nuestros pecados, de nuestros males.
La Virgen María guardó siempre en su corazón las palabras y los gestos de Jesús, y lo siguió con total disponibilidad y fidelidad. Que Ella nos ayude también a nosotros a escucharlo y seguirlo, para experimentar en nuestra vida los signos de su salvación.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Pasado mañana, 2 de febrero, celebraremos la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, cuando Simeón y Ana, ambos ancianos, iluminados por el Espíritu Santo, reconocieron a Jesús como el Mesías. El Espíritu Santo suscita aún hoy en los ancianos pensamientos y palabras de sabiduría: su voz es preciosa porque canta las alabanzas de Dios y guarda las raíces de los pueblos. Nos recuerdan que la vejez es un regalo y que los abuelos son el eslabón entre las generaciones, para transmitir a los jóvenes experiencias de vida y de fe. A menudo se olvida a los abuelos y nosotros olvidamos esta riqueza de preservar las raíces y transmitir. Por eso he decidido instituir la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Ancianos, que se celebrará en toda la Iglesia cada año el cuarto domingo de julio, cerca de la fiesta de san Joaquín y santa Ana, los “abuelos” de Jesús. Es importante que los abuelos se encuentren con sus nietos y que los nietos se encuentren con sus abuelos, porque —como dice el profeta Joel— los abuelos soñarán frente a sus nietos, tendrán ilusiones [grandes deseos], y los jóvenes, tomando fuerzas de sus abuelos, irán adelante, profetizarán. Y precisamente el 2 de febrero es la fiesta del encuentro de abuelos con nietos.
Se celebra hoy el Día Mundial de la Lepra, iniciado hace más de sesenta años por Raoul Follereau y llevado adelante especialmente por las asociaciones inspiradas en su labor humanitaria. Expreso mi cercanía a quienes padecen esta enfermedad, y animo a los misioneros, agentes sanitarios y voluntarios comprometidos en su servicio. La pandemia ha confirmado lo necesario que es proteger el derecho a la salud de las personas más vulnerables: espero que los líderes de las naciones unan esfuerzos para curar a quienes padecen la enfermedad de Hansen y por su inclusión social.
Y saludo con cariño a los chicos y chicas de la Acción Católica de esta Diócesis de Roma —algunos de ellos están aquí—, reunidos de forma segura en las parroquias o conectados online, con motivo de la Caravana de la Paz. A pesar de la emergencia sanitaria, este año también, con la ayuda de padres y educadores y sacerdotes asistentes, han organizado esta maravillosa iniciativa. Siguen adelante con las iniciativas, ¡bien, muy bien! ¡Adelante, coraje! Sois estupendos, gracias. Y ahora escuchemos juntos el mensaje que algunos de ellos, aquí al lado, nos leerán en nombre de todos.
[Lectura del mensaje]
Normalmente, estos chicos traían globos para lanzarlos desde la ventana, pero hoy estamos encerrados aquí, no se puede hacer. ¡Pero el próximo año seguro que lo haréis!
Dirijo un cordial saludo a todos los que estáis conectados a través de los medios de comunicación. Os deseo a todos un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
31.01.21
© Copyright - Libreria Editrice Vaticana
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