El Papa cierra la Puerta santa e invita a continuar el camino
juntos
“Aunque se cierra la
Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la
verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo”
20 noviembre 2016
El Papa cierra la Puerta Santa
Ciudad del Vaticano).- La última jornada
del Jubileo de la Misericordia inició hoy con un ‘tweet’ del papa Francisco:
“Cerramos hoy la Puerta santa dando gracias a Dios por habernos concedido este
tiempo extraordinario de gracia”.
Poco después y antes de la misa
conclusiva del Año jubilar, en el hall de la basílica de San Pedro mientras
se entonaba el himno del Jubileo ‘Misericordia sicut Pater‘, el
Santo Padre visiblemente emocionado cerró la Puerta santa.
El Pontífice allí rezó: “Agradecidos
por los dones de gracia recibidos y animados a dar testimonio en las palabras y
con las obras, la ternura de tu amor misericordioso, cerramos la Puerta santa”.
A continuación el Santo Padre junto a
los cardenales y obispos que le acompañaban, entre los cuales los 17 nuevos purpurados,
presidió la santa misa en la plaza de San Pedro, en una solemne eucaristía que
inició con el Gloria de Angelis, cantado por el coro de la Capilla
Sixtina.
Las lecturas fueron en inglés y
francés y el evangelio proclamado de san Lucas en italiano, idioma en el que el
Pontífice celebró la misa en esta festividad de Cristo Rey. El Papa vestía
paramentos color crema con algunos detalles en verde y dorado y llevaba el
Palio.
En su homilía el
Francisco recordó que “muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y
lejos del ruido de las noticias han gustado la gran bondad del Señor” e invitó:
“Continuemos nuestro camino juntos” sabiendo que “nos acompaña la Virgen María,
también ella junto a la cruz”, que “desea acogernos bajo su manto”,
conociendo que “ todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos,
que no quedarán sin respuesta”.
El Santo Padre señaló la paradoja
de que en este día de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, “Él
se presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un
vencido que un vencedor”.
“Porque la grandeza de su reino
–subrayó– no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de
alcanzar y restaurar todas las cosas”. Por ello “vivió nuestra miseria humana,
probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono;
experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos”.
“Pero sería poco creer –asevera el
Pontífice– que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se
convierta en el Señor de nuestra vida”.
“Porque, aunque se cierra la Puerta
santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera
puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado
del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la
consolación y la esperanza”
Texto completo de la homilía del papa Francisco en la misa
de clausura del Jubileo de la Misericordia
El papa Francisco cerró este domingo 20 de
noviembre la Puerta santa del Año jubilar de la Misericordia. A continuación
celebró la santa misa y pronunció la homilía que reproducimos a continuación,
en la cual señala la paradoja de que en este día de la solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, “Él se presenta sin poder y sin gloria: está en
la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor” sufriendo nuestra
condición más ínfima. Y asegura que no es posible creer que Jesús es Rey
del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra
vida. Recordó también que “muchos peregrinos han cruzado la
Puerta santa y lejos del ruido de las noticias han gustado la gran bondad del
Señor” e invitó: “Continuemos nuestro camino juntos” sabiendo que “nos acompaña
la Virgen María, también ella junto a la cruz”, que “desea acogernos bajo
su manto”, conociendo que “ todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos
misericordiosos, que no quedarán sin respuesta”.
Texto completo
La solemnidad de Jesucristo, Rey del
Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia. El
Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo
hace de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc
23,35.37) se presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más
un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su
corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no
viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos
deslumbrantes en los dedos, sino sus manos están traspasadas por los clavos; no
posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas.
Verdaderamente el reino de Jesús no es
de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es aquí —nos dice el Apóstol
Pablo en la segunda lectura—, donde encontramos la redención y el perdón (cf.
Col 1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo,
sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas.
Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana,
probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono;
experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey
fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo
viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado
nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que
todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha
vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte
y el miedo.
Hoy queridos hermanos y hermanas,
proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los
siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la
naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13,8).
Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su
señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el
miedo en confianza.
Pero sería poco creer que Jesús es Rey
del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de
nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos
incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio
de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el
grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a
Jesús.
En primer lugar, el pueblo: el
Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una palabra,
ninguno se acerca. El pueblo esta lejos, observando qué sucede. Es el mismo
pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora
mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras
expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar
distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su
amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer
en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo.
Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su
camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide
el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».
Hay un segundo grupo, que incluye
diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos
ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti
mismo» (cf. Lc 23,35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí
tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc
4,1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según
la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es Dios, que
demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor:
«Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Prevalga el
yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la
primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser,
Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace
una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de
la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.
Para acoger la realeza de Jesús,
estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el
Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso
entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo.
Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción
del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir
el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la
misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial.
Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro
Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso
de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los
medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón
del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres
que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo
a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas
precarias y poderes cambiantes de cada época.
En el Evangelio aparece otro
personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando
simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que
con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser
recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el
paraíso» (v. 43). Dios, a penas le damos la oportunidad, se acuerda de
nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado,
porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva
cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de
nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre
posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.
Pidamos también nosotros el don de
esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de
la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las
divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en
nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos
llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque
se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para
nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo.
Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la
misericordia, la consolación y la esperanza.
Muchos peregrinos han cruzado la
Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran bondad del
Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de
misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también
instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña
la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a
luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto.
Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al
discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que
encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a
sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.
21.11.16
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada