“Gritar, responder y liberar”: Propuesta del Papa para ayudar a los pobres
Mensaje
de la II Jornada Mundial de los Pobres
(16
nov. 2018).-El Papa Francisco ha titulado el Mensaje de la II Jornada
Mundial de los Pobres “Este pobre gritó y el Señor lo escuchó”,
palabras del Salmo 37.“¿Cómo es que este grito, que sube hasta la
presencia de Dios, no alcanza a llegar a nuestros oídos, dejándonos
indiferentes e impasibles?” plantea el Papa en documento.
El
Santo Padre firmó simbólicamente el Mensaje para la II Jornada
Mundial de los Pobres –que se celebrará el próximo domingo, 18 de
noviembre de 2018– el día 13 de junio de 2018, fiesta de San
Antonio de Padua, patrono de los pobres.
La
presentación del Mensaje tuvo lugar el 14 de junio de 2018, en la
Santa Sede, a cargo de Mons. Rino Fisichella, Presidente del
Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización y
Mons. Graham Bell, Subsecretario del mismo dicasterio.
Pobreza
del hombre moderno
Mons.
Rino Fisichella ha aclarado que el Papa Francisco se dirige con este
Mensaje “a todos los fieles, de forma individual, a través de las
parroquias y grupos de voluntarios, para que dirijan todavía más la
mirada hacia los pobres, para escuchar su grito, a menudo silencioso,
pero expresado con una mirada elocuente, y para reconocer sus
necesidades”.
Así,
el Pontífice invita a “no olvidar” que la pobreza social sobre
la que esta Jornada quiere llamar la atención es solo “una de las
muchas formas de pobreza que sufre el hombre moderno”. “El pobre
al que se tiende simbólicamente de la mano” –como recuerda el
logotipo de la Jornada Mundial de los Pobres– “representa a toda
la humanidad”, que en la experiencia cotidiana sabe que “necesita
el abrazo de Dios”, ha indicado el Presidente del Consejo para
la Promoción de la Nueva Evangelización.
“Gritar”
El
contenido del mensaje se desarrolla alrededor de tres verbos:
“gritar”, “responder” y “liberar”. Para cada uno de estos
tres, el Papa Francisco
elabora una breve síntesis existencial que nos llama a reflexionar.
Francisco
se pregunta en primer lugar -ha señalado Mons. Rino Fisichella–
“¿cómo es que este grito, que sube hasta la presencia de Dios, no
alcanza a llegar a nuestros oídos, dejándonos indiferentes e
impasibles?”. A
lo que responde positivamente afirmando que: “El silencio de la
escucha es lo que necesitamos para poder reconocer su voz. Si somos
nosotros los que hablamos mucho, no lograremos escucharlos. A menudo
me temo que tantas iniciativas, aunque de suyo meritorias y
necesarias, estén dirigidas más a complacernos a nosotros mismos
que a acoger el clamor del pobre. En tal caso, cuando los pobres
hacen sentir su voz, la reacción no es coherente, no es capaz de
sintonizar con su condición. Se está tan atrapado en una cultura
que obliga a mirarse al espejo y a cuidarse en exceso, que se piensa
que un gesto de altruismo bastaría para quedar satisfechos, sin
tener que comprometerse directamente…”.
“Responder”
El
segundo verbo es “responder” asegura el Papa en el
Mensaje: “El Señor, dice el salmista, no sólo escucha el grito
del pobre, sino que responde”.
La
respuesta de Dios al pobre es siempre una intervención de salvación
para curar las heridas del alma y del cuerpo, para restituir justicia
y para ayudar a retomar la vida con dignidad. La respuesta de Dios es
también una invitación a que todo el que cree en Él obre de la
misma manera dentro de los límites de lo humano.
La
Jornada Mundial de los Pobres pretende ser
una “pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida por el
mundo, dirige a los pobres de todo tipo” y de toda región para que
no piensen que su grito se ha perdido en el vacío.
Atención
amante”
Probablemente
es como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo
puede ser un “signo de compartir” para cuantos pasan necesidad,
que hace sentir la presencia activa de un hermano o una hermana.
Los
pobres no necesitan un acto de delegación –advierte el Papa–
sino del “compromiso personal de aquellos que escuchan su clamor”.
La solicitud de los creyentes “no puede limitarse a una forma de
asistencia” – que es necesaria y providencial en un primer
momento –, sino que exige esa «atención amante» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 199) que honra al otro como persona y busca
su bien.
“Liberar”
El
Papa Francisco describe que la acción liberadora del Señor: “Es
un acto salvación para quienes le han manifestado su propia tristeza
y angustia. Las cadenas de la pobreza se rompen gracias a la potencia
de la intervención de Dios”.
Ofrecer
al pobre un “lugar espacioso” equivale a liberarlo de la “red
del cazador” (cf. Sal91, 3), a alejarlo de la trampa
tendida en su
camino, para que pueda caminar expedito y mirar la vida con ojos
serenos, puntualiza el Santo Padre.
La
salvación de Dios “toma la forma de una mano tendida” hacia el
pobre, que ofrece acogida, protege y hace posible “experimentar la
amistad de la cual se tiene necesidad” –expresa Francisco–. Es
a partir de esta cercanía, concreta y tangible, que comienza un
genuino itinerario de liberación: «Cada cristiano y cada comunidad
están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y
promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente
en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para
escuchar el clamor del pobre y socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 187).
MENSAJE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
II
JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Domingo
XXXIII del Tiempo Ordinario
18 de noviembre de 2018
18 de noviembre de 2018
Este
pobre gritó y el Señor lo escuchó
1.
«Este pobre gritó y el Señor lo escuchó» (Sal 34,7).
Las palabras del salmista las hacemos nuestras desde el momento en el
que también nosotros estamos llamados a ir al encuentro de las
diversas situaciones de sufrimiento y marginación en la que viven
tantos hermanos y hermanas, que habitualmente designamos con el
término general de “pobres”. Quien ha escrito esas palabras no
es ajeno a esta condición, sino más bien al contrario. Él ha
experimentado directamente la pobreza y, sin embargo, la transforma
en un canto de alabanza y de acción de gracias al Señor. Este salmo
nos permite también hoy a nosotros, rodeados de tantas formas de
pobreza, comprender quiénes son los verdaderos pobres, a los que
estamos llamados a dirigir nuestra mirada para escuchar su grito y
reconocer sus necesidades.
Se
nos dice, ante todo, que el Señor escucha a los pobres que claman a
él y que es bueno con aquellos que buscan refugio en él con el
corazón destrozado por la tristeza, la soledad y la exclusión.
Escucha a todos los que son atropellados en su dignidad y, a pesar de
ello, tienen la fuerza de alzar su mirada al cielo para recibir luz y
consuelo. Escucha a aquellos que son perseguidos en nombre de una
falsa justicia, oprimidos por políticas indignas de este nombre y
atemorizados por la violencia; y aun así saben que Dios es su
Salvador. Lo que surge de esta oración es ante todo el sentimiento
de abandono y confianza en un Padre que escucha y acoge. A la luz de
estas palabras podemos comprender más plenamente lo que Jesús
proclamó en las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres en el
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).
En
virtud de esta experiencia única y, en muchos sentidos, inmerecida e
imposible de describir por completo, nace el deseo de contarla a
otros, en primer lugar a los que, como el salmista, son pobres,
rechazados y marginados. Nadie puede sentirse excluido del amor del
Padre, especialmente en un mundo que con frecuencia pone la riqueza
como primer objetivo y hace que las personas se encierren sí mismas.
2.
El salmo describe con tres verbos la actitud del pobre y su relación
con Dios. Ante todo, “gritar”. La condición de pobreza no
se agota en una palabra, sino que se transforma en un grito que
atraviesa los cielos y llega hasta Dios. ¿Qué expresa el grito del
pobre si no es su sufrimiento y soledad, su desilusión y esperanza?
Podemos preguntarnos: ¿Cómo es que este grito, que sube hasta la
presencia de Dios, no consigue llegar a nuestros oídos, dejándonos
indiferentes e impasibles? En una Jornada como esta,
estamos llamados a hacer un serio examen de conciencia para darnos
cuenta de si realmente hemos sido capaces de escuchar a los pobres.
Lo
que necesitamos es el silencio de la escucha para poder reconocer su
voz. Si somos nosotros los que hablamos mucho, no lograremos
escucharlos. A menudo me temo que tantas iniciativas, aun siendo
meritorias y necesarias, están dirigidas más a complacernos a
nosotros mismos que a acoger el clamor del pobre. En tal caso, cuando
los pobres hacen sentir su voz, la reacción no es coherente, no es
capaz de sintonizar con su condición. Estamos tan atrapados por una
cultura que obliga a mirarse al espejo y a preocuparse excesivamente
de sí mismo, que pensamos que basta con un gesto de altruismo para
quedarnos satisfechos, sin tener que comprometernos directamente.
3.
El segundo verbo es “responder”. El salmista dice que el
Señor, no solo escucha el grito del pobre, sino que le responde. Su
respuesta, como se muestra en toda la historia de la salvación, es
una participación llena de amor en la condición del pobre. Así
ocurrió cuando Abrahán manifestó a Dios su deseo de tener una
descendencia, a pesar de que él y su mujer Sara, ya ancianos, no
tenían hijos (cf. Gn 15,1-6). También sucedió cuando
Moisés, a través del fuego de una zarza que ardía sin consumirse,
recibió la revelación del nombre divino y la misión de hacer salir
al pueblo de Egipto (cf. Ex 3,1-15). Y esta respuesta se
confirmó a lo largo de todo el camino del pueblo por el desierto,
cuando sentía el mordisco del hambre y de la sed (cf. Ex 16,1-16;
17,1-7), y cuando caían en la peor miseria, es decir, la infidelidad
a la alianza y la idolatría (cf. Ex 32,1-14).
La
respuesta de Dios al pobre es siempre una intervención de salvación
para curar las heridas del alma y del cuerpo, para restituir justicia
y para ayudar a reemprender la vida con dignidad. La respuesta de
Dios es también una invitación a que todo el que cree en él obre
de la misma manera, dentro de los límites humanos. La Jornada
Mundial de los Pobres pretende
ser una pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida por el
mundo, dirige a los pobres de todo tipo y de cualquier lugar para que
no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Probablemente es
como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo
puede ser un signo de cercanía para cuantos pasan necesidad, para
que sientan la presencia activa de un hermano o una hermana. Lo que
no necesitan los pobres es un acto de delegación, sino el compromiso
personal de aquellos que escuchan su clamor. La solicitud de los
creyentes no puede limitarse a una forma de asistencia —que es
necesaria y providencial en un primer momento—, sino que exige esa
«atención amante» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium,
199),
que honra al otro como persona y busca su bien.
4.
El tercer verbo es “liberar”.
El pobre de la Biblia vive con la certeza de que Dios interviene en
su favor para restituirle la dignidad. La pobreza no es algo buscado,
sino que es causada por el egoísmo, el orgullo, la avaricia y la
injusticia. Males tan antiguos como el hombre, pero que son siempre
pecados, que afectan a tantos inocentes, produciendo consecuencias
sociales dramáticas. La acción con la que el Señor libera es un
acto de salvación para quienes le han manifestado su propia tristeza
y angustia. Las cadenas de la pobreza se rompen gracias a la potencia
de la intervención de Dios. Tantos salmos narran y celebran esta
historia de salvación que se refleja en la vida personal del pobre:
«[El Señor] no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre
desgraciado; no
le ha escondido su rostro: cuando pidió auxilio, lo escuchó» (Sal
22,25).
Poder contemplar el rostro de Dios es signo de su amistad, de su
cercanía, de su salvación. Te has fijado en mi aflicción, velas
por mi vida en peligro; […] me pusiste en un lugar espacioso
(cf. Sal31,8-9).
Ofrecer al pobre un “lugar espacioso” equivale a liberarlo de la
“red del cazador” (cf. Sal 91,3),
a alejarlo de la trampa tendida en su camino, para que pueda caminar
libremente y mirar la vida con ojos serenos. La salvación de Dios
adopta la forma de una mano tendida hacia el pobre, que acoge,
protege y hace posible experimentar la amistad que tanto necesita. A
partir de esta cercanía, concreta y tangible, comienza un genuino
itinerario de liberación: «Cada cristiano y cada comunidad están
llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción
de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la
sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el
clamor del pobre y socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium,
187).
5.
Me conmueve saber que muchos pobres se han identificado con Bartimeo,
del que habla el evangelista Marcos (cf. 10,46-52). El ciego Bartimeo
«estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna» (v. 46), y
habiendo escuchado que Jesús pasaba «empezó a gritar» y a invocar
al «Hijo de David» para que tuviera piedad de él (cf. v. 47).
«Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más
fuerte» (v. 48). El Hijo de Dios escuchó su grito: «“¿Qué
quieres que haga por ti?”. El ciego le contestó: “Rabbunì,
que recobre la vista”» (v. 51). Esta página del Evangelio hace
visible lo que el salmo anunciaba como promesa. Bartimeo es un pobre
que se encuentra privado de capacidades fundamentales, como son la de
ver y trabajar. ¡Cuántas sendas conducen también hoy a formas de
precariedad! La falta de medios básicos de subsistencia, la
marginación cuando ya no se goza de la plena capacidad laboral, las
diversas formas de esclavitud social, a pesar de los progresos
realizados por la humanidad… Cuántos pobres están también hoy al
borde del camino, como Bartimeo, buscando dar un sentido a su
condición. Muchos se preguntan cómo han llegado hasta el fondo de
este abismo y cómo poder salir de él. Esperan que alguien se les
acerque y les diga: «Ánimo. Levántate, que te llama» (v. 49).
Por
el contrario, lo que lamentablemente sucede a menudo es que se
escuchan las voces del reproche y las que invitan a callar y a
sufrir. Son voces destempladas, con frecuencia determinadas por una
fobia hacia los pobres, a los que se les considera no solo como
personas indigentes, sino también como gente portadora de
inseguridad, de inestabilidad, de desorden para las rutinas
cotidianas y, por lo tanto, merecedores de rechazo y apartamiento. Se
tiende a crear distancia entre los otros y uno mismo, sin darse
cuenta de que así nos distanciamos del Señor Jesús, quien no solo
no los rechaza sino que los llama a sí y los consuela. En este caso,
qué apropiadas se nos muestran las palabras del profeta sobre el
estilo de vida del creyente: «Soltar las cadenas injustas, desatar
las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los
yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin
techo, cubrir a quien ves desnudo» (Is 58,6-7). Este modo de
obrar permite que el pecado sea perdonado (cf. 1P 4,8), que la
justicia recorra su camino y que, cuando seamos nosotros los que
gritemos al Señor, entonces él nos responderá y dirá: ¡Aquí
estoy! (cf. Is 58, 9).
6.
Los pobres son los primeros capacitados para reconocer la presencia
de Dios y dar testimonio de su proximidad en sus vidas. Dios
permanece fiel a su promesa, e incluso en la oscuridad de la noche no
deja que falte el calor de su amor y de su consolación. Sin embargo,
para superar la opresiva condición de pobreza es necesario que ellos
perciban la presencia de los hermanos y hermanas que se preocupan por
ellos y que, abriendo la puerta de su corazón y de su vida, los
hacen sentir familiares y amigos. Solo de esta manera podremos
«reconocer la fuerza salvífica de sus vidas» y «ponerlos en el
centro del camino de la Iglesia» (Exhort. Apost. Evangelii
gaudium,
198).
En
esta Jornada Mundial estamos invitados a concretar las
palabras del salmo: «Los pobres comerán hasta saciarse» (Sal
22,
Sabemos
que tenía lugar el banquete en el templo de Jerusalén después del
rito del sacrificio. Esta ha sido una experiencia que ha enriquecido
en muchas Diócesis la celebración
de la primera Jornada
Mundial de los Pobres
del
año pasado.
Muchos
encontraron el calor de una casa, la alegría de una comida festiva y
la solidaridad de cuantos quisieron compartir la mesa de manera
sencilla y fraterna. Quisiera que también este año, y en el futuro,
esta Jornada
se
celebrara bajo el signo de la alegría de redescubrir el valor de
estar juntos. Orar juntos en comunidad y compartir la comida en el
domingo. Una experiencia que nos devuelve a la primera comunidad
cristiana, que el evangelista Lucas describe en toda su originalidad
y sencillez: «Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la
comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. [....] Los
creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían
posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad
de cada uno» (Hch 2,42.44-45).
7.
Son innumerables las iniciativas que diariamente emprende la
comunidad cristiana como signo de cercanía y de alivio a tantas
formas de pobreza que están ante nuestros ojos. A menudo, la colaboración
con otras iniciativas, que no están motivadas por la fe sino por la
solidaridad humana, nos permite brindar una ayuda que solos no
podríamos realizar. Reconocer que, en el inmenso mundo de la
pobreza, nuestra intervención es también limitada, débil e
insuficiente, nos lleva a tender la mano a los demás, de modo que la
colaboración mutua pueda lograr su objetivo con más eficacia. Nos
mueve la fe y el imperativo de la caridad, aunque sabemos reconocer
otras formas de ayuda y de solidaridad que, en parte, se fijan los
mismos objetivos; pero no descuidemos lo que nos es propio, a saber,
llevar a todos hacia Dios y hacia la santidad. Una respuesta adecuada
y plenamente evangélica que podemos dar es el diálogo entre las
diversas experiencias y la humildad en el prestar nuestra
colaboración sin ningún tipo de protagonismo.
En
relación con los pobres, no se trata de jugar a ver quién tiene el
primado en el intervenir, sino que con humildad podamos reconocer que
el Espíritu suscita gestos que son un signo de la respuesta y de la
cercanía de Dios. Cuando encontramos el modo de acercarnos a los
pobres, sabemos que el primado le corresponde a él, que ha abierto
nuestros ojos y nuestro corazón a la conversión. Lo que necesitan
los pobres no es protagonismo, sino ese amor que sabe ocultarse y
olvidar el bien realizado. Los verdaderos protagonistas son el Señor
y los pobres. Quien se pone al servicio es instrumento en las manos
de Dios para que se reconozca su presencia y su salvación. Lo
recuerda san Pablo escribiendo a los cristianos de Corinto, que
competían ente ellos por los carismas, en busca de los más
prestigiosos: «El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”;
y la cabeza no puede decir a los pies: “No os necesito”» (1
Co 12,21). El Apóstol hace una consideración importante al
observar que los miembros que parecen más débiles son los más
necesarios (cf. v. 22); y que «los que nos parecen más
despreciables los rodeamos de mayor respeto; y los menos decorosos
los tratamos con más decoro; mientras que los más decorosos no lo
necesitan» (vv. 23-24). Pablo, al mismo tiempo que ofrece una
enseñanza fundamental sobre los carismas, también educa a la
comunidad a tener una actitud evangélica con respecto a los miembros
más débiles y necesitados. Los discípulos de Cristo, lejos de
albergar sentimientos de desprecio o de pietismo hacia ellos, están
más bien llamados a honrarlos, a darles precedencia, convencidos de
que son una presencia real de Jesús entre nosotros. «Cada vez que
lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo
lo hicisteis» (Mt 25,40).
8.
Aquí se comprende la gran distancia que hay entre nuestro modo de
vivir y el del mundo, el cual elogia, sigue e imita a quienes tienen
poder y riqueza, mientras margina a los pobres, considerándolos un
desecho y una vergüenza. Las palabras del Apóstol son una
invitación a darle plenitud evangélica a la solidaridad con los
miembros más débiles y menos capaces del cuerpo de Cristo: «Y si
un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado,
todos se alegran con él» (1 Co 12,26). Siguiendo esta misma
línea, así nos exhorta en la Carta a los Romanos: «Alegraos
con los que están alegres; llorad con los que lloran. Tened la misma
consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza,
sino poniéndoos al nivel de la gente humilde» (12,15-16). Esta es
la vocación del discípulo de Cristo; el ideal al que aspirar con
constancia es asimilar cada vez más en nosotros los «sentimientos
de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
9.
Una palabra de esperanza se convierte en el epílogo natural al que
conduce la fe. Con frecuencia, son precisamente los pobres los que
ponen en crisis nuestra indiferencia, fruto de una visión de la vida
excesivamente inmanente y atada al presente. El grito del pobre es
también un grito de esperanza con el que manifiesta la certeza de
que será liberado. La esperanza fundada en el amor de Dios, que no
abandona a quien confía en él (cf. Rm 8,31-39).
Así escribía santa Teresa de Ávila en su Camino de
perfección: «La pobreza es un bien que encierra todos los
bienes del mundo. Es un señorío grande. Es señorear todos los
bienes del mundo a quien no le importan nada» (2,5). En la medida en
que sepamos discernir el verdadero bien, nos volveremos ricos ante
Dios y sabios ante nosotros mismos y ante los demás. Así es: en la
medida en que se logra dar a la riqueza su sentido justo y verdadero,
crecemos en humanidad y nos hacemos capaces de compartir.
10.
Invito a los hermanos obispos, a los sacerdotes y en particular a los
diáconos, a quienes se les impuso las manos para el servicio de los
pobres (cf. Hch 6,1-7), junto con las personas consagradas y
con tantos laicos y laicas que en las parroquias, en las asociaciones
y en los movimientos, hacen tangible la respuesta de la Iglesia al
grito de los pobres, a que vivan esta Jornada Mundial como
un momento privilegiado de nueva evangelización. Los pobres nos
evangelizan, ayudándonos a descubrir cada día la belleza del
Evangelio. No echemos en saco roto esta oportunidad de gracia.
Sintámonos todos, en este día, deudores con ellos, para que
tendiendo recíprocamente las manos unos a otros, se realice
el encuentro salvífico que sostiene la fe, vuelve operosa la caridad
y permite que la esperanza prosiga segura en su camino hacia el Señor
que llega.
Vaticano,
13 de junio de 2018
Memoria litúrgica de san Antonio de Padua
Memoria litúrgica de san Antonio de Padua
17.11.18
Homilía del Papa Francisco: “Jesús pide ir más lejos: dar a los que no tienen cómo devolver”
6.000
pobres participan en la Misa
(18
nov. 2018).- Alrededor de 6.000 pobres han participado en la
Eucaristía celebrada esta mañana por el Papa Francisco en la
Basílica de San Pedro, con motivo de la 2ª Jornada Mundial de los
Pobres.
Junto
a los voluntarios, a los fieles y a los miembros de las diferentes
realidades caritativas que los atienden cotidianamente, las personas
sin hogar y necesitadas han asistido a la Misa, que ha tenido lugar a
las 10 horas, en el marco de esta Jornada Mundial, organizada por el
Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva
Evangelización.
La
celebración del Día de los Pobres coincide con la Solemnidad de la
dedicación de la Basílica Papal de San Pedro, este 18 de noviembre
de 2018, en el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario.
Homilía
del Santo Padre
Veamos
tres acciones que Jesús realiza en el Evangelio.
La
primera. En pleno día, deja:
deja a la multitud en el momento del éxito, cuando lo aclamaban por
haber multiplicado los panes. Mientras los discípulos querían
disfrutar de la gloria, los obliga rápidamente a irse y despide a la
multitud (cf. Mt 14,22-23).
Buscado por la gente, se va solo; cuando todo iba “cuesta abajo”,
sube a la montaña para rezar. Luego, en mitad de la noche, desciende
de la montaña y se acerca a los suyos caminando sobre las aguas
sacudidas por el viento. En todo, Jesús va contracorriente: primero
deja el éxito, luego la tranquilidad. Nos enseña el
valor de dejar:
dejar el éxito que hincha el corazón y la tranquilidad que adormece
el alma.
¿Para
ir a dónde? Hacia Dios, rezando, y hacia los necesitados, amando.
Son los auténticos tesoros de la vida: Dios y el prójimo. Subir
hacia Dios y bajar hacia los hermanos, aquí está la ruta que Jesús
nos señala. Él nos aparta del recrearnos sin complicaciones en las
cómodas llanuras de la vida, del ir tirando ociosamente en medio de
las pequeñas satisfacciones cotidianas. Los discípulos de Jesús no
están hechos para la predecible tranquilidad de una vida normal. Al
igual que su Señor, viven en camino, ligeros, prontos para dejar la
gloria del momento, vigilantes para no apegarse a los bienes que
pasan. El cristiano sabe que su patria está en otra parte, sabe
que ya ahora
es ―como nos recuerda el apóstol Pablo en la segunda lectura―
«conciudadano de los santos, y miembro de la familia de Dios»
(cf. Ef 2,19).
Es un ágil viajero de la existencia. No vivimos para acumular,
nuestra gloria está en dejar lo que pasa para retener lo que
queda. Pidamos a Dios que nos parezcamos a la Iglesia descrita en la
primera lectura: siempre en movimiento, experta en el dejar y fiel en
el servicio (cf. Hch 28,11-14).
Despiértanos, Señor, de la calma ociosa, de la tranquila quietud de
nuestros puertos seguros. Desátanos de los amarres de la
autorreferencialidad que lastran la vida, libéranos de la búsqueda
de nuestros éxitos. Enséñanos a saber dejar,
para orientar nuestra vida en la misma dirección de la tuya: hacia
Dios y hacia el prójimo.
La
segunda acción: en plena noche Jesús alienta.
Se dirige hacia los suyos, inmersos en la oscuridad, caminando «sobre
el mar» (v. 25). En realidad se trataba de un lago, pero el mar, con
la profundidad de su oscuridad subterránea, evocaba en aquel tiempo
a las fuerzas del mal. Jesús, en otras palabras, va hacia los suyos
pisoteando a los malignos enemigos del hombre. Aquí está el
significado de este signo: no es una manifestación en la que se
celebra el poder, sino la revelación para nosotros de la certeza
tranquilizadora de que Jesús, solo Jesús, vence a nuestros grandes
enemigos: el diablo, el pecado, la muerte, el miedo. También hoy nos
dice a nosotros: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo» (v. 27).
La
barca de nuestra vida a menudo se ve zarandeada por las olas y
sacudida por el viento, y cuando las aguas están en calma, pronto
vuelven a agitarse. Entonces la emprendemos con las tormentas del
momento, que parecen ser nuestros únicos problemas. Pero el problema
no es la tormenta del momento, sino cómo navegar en la vida. El
secreto de navegar bien está en invitar a Jesús a bordo. Hay que
darle a él el timón de la vida para que sea él quien lleve la
ruta. Solo él da vida en la muerte y esperanza en el dolor; solo él
sana el corazón con el perdón y libra del miedo con la confianza.
Invitemos hoy a Jesús a la barca de la vida. Igual que los
discípulos, experimentaremos que con él a bordo los vientos se
calman (cf. v. 32) y nunca naufragaremos. Y solo con Jesús seremos
capaces también nosotros de alentar. Hay una gran necesidad de
personas que sepan consolar, pero no con palabras vacías, sino con
palabras de vida. En el nombre de Jesús, se da un auténtico
consuelo. Solo la presencia de Jesús devuelve las fuerzas, no las
palabras de ánimo formales y obligadas. Aliéntanos,
Señor: confortados por ti, confortaremos verdaderamente a los demás.
Tercera
acción: Jesús, en medio de la tormenta, extiende
su mano (cf.
v. 31). Agarra a Pedro que, temeroso, dudaba y, hundiéndose,
gritaba:«Señor,
sálvame» (v. 30). Podemos ponernos en la piel de Pedro: somos gente
de poca fe y estamos aquí mendigando la salvación. Somos pobres de
vida auténtica y necesitamos la mano extendida del Señor, que nos
saque del mal. Este es el comienzo de la fe: vaciarnos de la
orgullosa convicción de creernos buenos, capaces, autónomos y
reconocer que necesitamos la salvación. La fe crece en este clima,
un clima al que nos adaptamos estando con quienes no se suben al
pedestal, sino que tienen necesidad y piden ayuda. Por esta
razón, vivir
la fe en contacto con los necesitados es
importante para todos nosotros. No es una opción sociológica, es
una exigencia teológica. Es reconocerse como mendigos de la
salvación, hermanos y hermanas de todos, pero especialmente de los
pobres, predilectos del Señor. Así, tocamos el espíritu del
Evangelio:
«El
espíritu de pobreza y de caridad ―dice el Concilio― son gloria y
testimonio de la Iglesia de Cristo» (Const. Gaudium
et spes,
88).
Jesús
escuchó el grito de Pedro. Pidamos la gracia de escuchar el grito de
los que viven en aguas turbulentas. El
grito de los pobres:
es el grito ahogado de los niños que no pueden venir a la luz, de
los pequeños que sufren hambre, de chicos acostumbrados al estruendo
de las bombas en lugar del alegre alboroto de los juegos. Es el grito
de los ancianos descartados y abandonados. Es el grito de quienes se
enfrentan a las tormentas de la vida sin una presencia amiga. Es el
grito de quienes deben huir, dejando la casa y la tierra sin la
certeza de un lugar de llegada. Es el grito de poblaciones enteras,
privadas también de los enormes recursos naturales de que disponen.
Es el grito de tantos Lázaros que lloran, mientras que unos pocos
epulones banquetean con lo que en justicia corresponde a todos. La
injusticia es la raíz perversa de la pobreza. El grito de los pobres
es cada día más fuerte pero también menos escuchado, sofocado por
el estruendo de unos pocos ricos, que son cada vez menos pero más
ricos.
Ante
la dignidad humana pisoteada, a menudo uno permanece con los brazos
cruzados o con los brazos caídos, impotentes ante la fuerza oscura
del mal. Pero el cristiano no puede estar con los brazos cruzados,
indiferente, o con los brazos caídos, fatalista; no. El
creyente extiende
su mano,
como lo hace Jesús con él. El grito de los pobres es escuchado por
Dios, ¿pero, y nosotros? ¿Tenemos ojos para ver, oídos para
escuchar, manos extendidas para ayudar? «Es el propio Cristo quien
en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus
discípulos» (ibíd.).
Nos pide que lo reconozcamos en el que tiene hambre y sed, en el
extranjero y despojado de su dignidad, en el enfermo y el encarcelado
(cf. Mt 25,35-36).
El
Señor extiende su mano: es un gesto gratuito, no obligado. Así es
como se hace. No estamos llamados a hacer el bien solo a los que nos
aman. Corresponder es normal, pero Jesús pide ir más lejos
(cf. Mt 5,46):
dar a los que no tienen cómo devolver, es decir,
amar gratuitamente (cf. Lc 6,32-
36). Miremos lo que sucede en cada una de nuestras jornadas: entre
tantas cosas, ¿hacemos algo gratuito, alguna cosa para los que no
tienen cómo corresponder? Esa será nuestra mano extendida, nuestra
verdadera riqueza en el cielo.
Extiende
tu mano hacia nosotros, Señor, y agárranos. Ayúdanos a amar como
tú amas. Enséñanos a dejar lo que pasa, a alentar al que tenemos a
nuestro lado, a dar gratuitamente a quien está necesitado. Amén.
19.11.18
Francisco agradece a la comunidad libanesa “mantener el equilibro entre cristianos y musulmanes”
Audiencia del Papa con la
‘Fundación Maronita’
(20
nov. 2018).- Francisco ha dado las gracias a la comunidad libanesa
por todo lo que hace en el Líbano. En concreto, por dos cosas:
Mantener el equilibrio, -este equilibrio creativo, tan fuerte como
los cedros-, entre cristianos y musulmanes, sunitas y chiíes; un
equilibrio de patriotas, de hermanos. “Gracias ante todo por esto”.
Esta
mañana, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, el
Santo Padre Francisco ha recibido en audiencia a los miembros de la
“Fundación Maronita” y a las Autoridades del Líbano a quienes
acompañaba el Cardenal Béchara Boutros Raï, Patriarca de Antioquía
de los Maronitas, al final de la visita
ad Limina Apostolorum de
la Iglesia Patriarcal de Antioquía de los Maronitas.
Y
también les ha agradecido su generosidad: “Vuestro corazón
acogedor con los refugiados: tenéis más de un millón”, les ha
dicho el Papa.
El
Papa ha calificado de “interesante” lo que ha dicho previamente
el Patriarca (Raï), sobre el hecho de que la visita ad
limina estuviera acompañada por los fieles: “Es una buena
idea, se puede formalizar, ¡para que puedan hablar mal de los
obispos! ¡Se puede hacer! Así conocemos las cosas más concretas de
la comunidad”.
“¡Gracias
por haber venido tantos!” ha expresado el Santo Padre de manera
improvisada. “Me habían dicho que habría alrededor de cuarenta
[personas] para saludar, ¡pero he sido testigo de la multiplicación
de los libaneses!”.
El
discurso del Santo Padre ha terminado con la bendición: “Que el
Señor os bendiga, así como a vuestras familias, a vuestra patria, a
vuestros hijos, a vuestros refugiados. Que os bendiga a todos”.
21.11.18
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