15 d’abr. 2020

PAPA PASQUAL 2020




Catequesis del Papa: Los santos, constructores de la verdadera paz de Cristo  

Ciclo sobre las bienaventuranzas


( 15 abril 2020).- La verdadera paz y el verdadero equilibrio interior “brotan de la paz de Cristo, que viene de su Cruz y genera una humanidad nueva, encarnada en una multitud infinita de santos y santas, inventivos, creativos, que han ideado formas siempre nuevas de amar. Los santos, las santas que construyen la paz”, indicó el Santo Padre.
Y añadió: “Esta vida como hijos de Dios, que por la sangre de Cristo buscan y encuentran a sus hermanos y hermanas, es la verdadera felicidad. Bienaventurados los que van por este camino”.

En la audiencia general de hoy, 15 de abril de 2020, celebrada en la biblioteca del Palacio Apostólico debido a la pandemia del coronavirus, el Papa Francisco ha reanudado la serie de catequesis sobre las bienaventuranzas.
En concreto, esta vez reflexionó sobre la séptima de ellas: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt. 5, 8), y que Francisco denomina “la de los ‘trabajadores de la paz’, que son proclamados hijos de Dios”.
Inquietud para lograr la paz
El Papa se refirió al significado de la palabra paz, que en sentido bíblico “expresa abundancia, prosperidad, bienestar” y en la sociedad actual se entiende como una “especie de tranquilidad”, de “equilibrio interior”.
No obstante, matizó que esta última acepción es incompleta y no debe ser absolutizada, pues: “Muchas veces es el Señor mismo el que siembra en nosotros la inquietud para que salgamos en su búsqueda, para encontrarlo. En este sentido es un momento de crecimiento importante, mientras que puede suceder que la tranquilidad interior corresponda a una conciencia domesticada y no a una verdadera redención espiritual”.

En muchas ocasiones, Dios “debe ser ‘señal de contradicción’ (cf. Lc 2,34-35), sacudiendo nuestras falsas certezas para llevarnos a la salvación. Y en ese momento parece que no tengamos paz, pero es el Señor el que nos pone en este camino para llegar a la paz que él mismo nos dará”.
Aprender y practicar “el arte de la paz”
Y es que, recuerda el Pontífice, la paz de Jesús es “diferente de la mundana”, no tiene que ver con derrotas de bandos o tratados de paz. Asimismo, lleva a considerar que “en el contexto de una globalización compuesta principalmente por intereses económicos o financieros, la ‘paz’ de unos corresponde a la ‘guerra’ de otros. ¡Y ésta no es la paz de Cristo!”.

En cambio, la paz del Señor es “la que hace dos pueblos uno”, la que anula la enemistad y reconcilia. Así, en este sentido, para el Obispo de Roma, “son llamados hijos de Dios aquellos que han aprendido el arte de la paz y lo practican, saben que no hay reconciliación sin la donación de su vida, y que hay que buscar la paz siempre y en cualquier caso”.
***
Catequesis del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La catequesis de hoy está dedicada a la séptima bienaventuranza, la de los «trabajadores de la paz», que son proclamados hijos de Dios. Me alegro de que caiga inmediatamente después de la Pascua, porque la paz de Cristo es el fruto de su muerte y resurrección, como escuchamos en la lectura de San Pablo. Para entender esta bienaventuranza debemos explicar el significado de la palabra «paz», que puede entenderse mal o, a veces, trivializarse.

Debemos orientarnos entre dos ideas de paz: la primera es la bíblica, donde aparece la hermosa palabra shalom, que expresa abundancia, prosperidad, bienestar. Cuando en hebreo se desea shalom, se desea una vida bella, plena y próspera, pero también según la verdad y la justicia, que se cumplirán en el Mesías, Príncipe de la paz (cf. Is 9,6; Mic 5,4-5).
Luego está el otro sentido, más difundido, en el que la palabra «paz» se entiende como una especie de tranquilidad interior: estoy tranquilo, estoy en paz. Se trata de una idea moderna, psicológica y más subjetiva. Comúnmente se piensa que la paz sea la tranquilidad, la armonía, el equilibrio interior. Esta acepción de la palabra “paz”es incompleta y no debe ser absolutizada, porque en la vida la inquietud puede ser un momento importante de crecimiento. Muchas veces es el Señor mismo el que siembra en nosotros la inquietud para que salgamos en su búsqueda, para encontrarlo. En este sentido es un momento de crecimiento importante, mientras que puede suceder que la tranquilidad interior corresponda a una conciencia domesticada y no a una verdadera redención espiritual. Tantas veces el Señor debe ser «señal de contradicción» (cf. Lc 2,34-35), sacudiendo nuestras falsas certezas para llevarnos a la salvación. Y en ese momento parece que no tengamos paz, pero es el Señor el que nos pone en este camino para llegar a la paz que él mismo nos dará.

En este punto debemos recordar que el Señor entiende su paz como diferente de la paz humana, la del mundo, cuando dice: «»Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Juan 14:27). La de Jesús es otra paz, diferente de la mundana.
Preguntémonos: ¿cómo da el mundo la paz? Si pensamos en los conflictos bélicos, las guerras normalmente terminan de dos maneras: o bien con la derrota de uno de los dos bandos, o bien con tratados de paz. No podemos por menos que esperar y rezar para que siempre se tome este segundo camino; pero debemos considerar que la historia es una serie infinita de tratados de paz desmentidos por guerras sucesivas, o por la metamorfosis de esas mismas guerras en otras formas o en otros lugares. Incluso en nuestra época, se combate una guerra «en pedazos» en varios escenarios y de diferentes maneras (1) . Debemos, al menos, sospechar que en el contexto de una globalización compuesta principalmente por intereses económicos o financieros, la «paz» de unos corresponde a la «guerra» de otros. ¡Y ésta no es la paz de Cristo!

En cambio, ¿cómo «da» su paz el Señor Jesús ? Hemos escuchado a San Pablo decir que la paz de Cristo es «la que hace de dos pueblos, uno» (cf. Ef 2:14), anular la enemistad y reconciliar. Y el camino para alcanzar esta obra de paz es su cuerpo. Porque él reconcilia todas las cosas y hace la paz con la sangre de su cruz, como dice el mismo Apóstol en otro sitio (cf. Col 1, 20).
Y aquí, yo me pregunto, podemos preguntarnos todos:¿Quiénes son, pues, los «trabajadores de la paz»? La séptima bienaventuranza es la más activa, explícitamente operativa; la expresión verbal es análoga a la utilizada en el primer versículo de la Biblia para la creación e indica iniciativa y laboriosidad. El amor, por su naturaleza, es creativo – el amor es siempre creativo- y busca la reconciliación a cualquier costo. Son llamados hijos de Dios aquellos que han aprendido el arte de la paz y lo practican, saben que no hay reconciliación sin la donación de su vida, y que hay que buscar la paz siempre y en cualquier caso. ¡Siempre y en cualquier caso, no lo olvidéis! Hay que buscarla así. No es una obra autónoma fruto de las capacidades propias, es una manifestación de la gracia recibida de Cristo, que es nuestra paz, que nos hizo hijos de Dios.

El verdadero shalom y el verdadero equilibrio interior brotan de la paz de Cristo, que viene de su Cruz y genera una humanidad nueva, encarnada en una multitud infinita de santos y santas, inventivos, creativos, que han ideado formas siempre nuevas de amar. Los santos, las santas que construyen la paz. Esta vida como hijos de Dios, que por la sangre de Cristo buscan y encuentran a sus hermanos y hermanas, es la verdadera felicidad. Bienaventurados los que van por este camino.

Y una vez más, ¡Feliz Pascua a todos, en la paz de Cristo!
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1 Cf. Homilía en el Sacrario Militar de Redipuglia, 13 de septiembre de 2014; Homilía en Sarajevo, 6 de junio de 2015Discurso ante el Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, 21 de febrero de 2020.









Santa Marta: Francisco agradece el trabajo de los farmacéuticos durante la pandemia
La alegría, fuerza para predicar el Evangelio

(16 abril 2020).- “En estos días me han regañado porque olvidé agradecer a un grupo de personas que también trabajan… Le agradecí a los médicos, enfermeras, los voluntarios … ‘Pero usted se olvidó de los farmacéuticos’: ellos también trabajan duro para ayudar a los enfermos a salir de la enfermedad”.
Así ha introducido el Santo Padre la Misa de hoy, 16 de abril de 2020, jueves de la Octava de Pascua, celebrada en la Casa Santa Marta y transmitida en directo debido a la pandemia del coronavirus.

Después, en su homilía, el Papa Francisco reflexionó en torno al Evangelio de hoy (Lc 24, 35-48) en el que Jesús resucitado se aparece a los discípulos.
Estos estaban conmocionados y llenos de miedo porque creyeron haber visto un fantasma y Cristo abre sus mentes para comprender las Escrituras. Después, los apóstoles, de la alegría, no podían creer.
Alegría, fruto del Espíritu Santo
Para Francisco, estar lleno de alegría es “la plenitud del consuelo, la plenitud de la presencia del Señor. Porque, como Pablo les dice a los gálatas, ‘la alegría es el fruto del Espíritu Santo’, no es la consecuencia de las emociones que estallan por algo maravilloso”.

Y añadió: “No, es más. Este gozo, este que nos llena es el fruto del Espíritu Santo. Sin el Espíritu uno no puede tener esta alegría. Recibir la alegría del Espíritu es una gracia”.
Evangelizadores alegres
En esta línea, el Papa remitió a los últimos números, los últimos párrafos de la Exhortación Evangelii nuntiandi de Pablo VI, que “habla de cristianos alegres, evangelizadores alegres, y no de aquellos que siempre viven decaídos.”

“La gran fuerza que tenemos para transformar, para predicar el Evangelio, para avanzar como testigos de la vida es la alegría del Señor, que es fruto del Espíritu Santo, y hoy le pedimos que nos conceda este fruto”, concluyó el Pontífice.
***
Homilía del Papa
En estos días, en Jerusalén, la gente tenía muchos sentimientos: miedo, asombro, duda. “En aquellos días, mientras el lisiado sanado mantenía a Pedro y Juan, todo el pueblo, fuera de sí con asombro …”: hay un ambiente no pacífico porque sucedieron cosas que no se entendieron. El Señor fue a sus discípulos. Ellos también sabían que ya había resucitado, también Pedro lo sabía porque había hablado con él esa mañana. Estos dos que habían regresado de Emaús lo sabían, pero cuando apareció el Señor se asustaron. “Sorprendidos y llenos de miedo, creyeron haber visto un fantasma”; tuvieron la misma experiencia en el lago cuando Jesús vino caminando sobre el agua.

Pero en ese momento Pedro, haciéndose valiente, apostando por el Señor, dijo: “Pero si eres tú, déjame caminar sobre el agua”. Este día Pedro estaba en silencio, había hablado con el Señor esa mañana, y nadie sabe lo que se dijeron en ese diálogo y por eso estaba en silencio. Pero estaban tan llenos de miedo, molestos, que creyeron haber visto un fantasma. Y él dice: “Pero no, ¿por qué estás turbados? ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad las manos, los pies … “, les muestra las llagas. Ese tesoro de Jesús que lo llevó al cielo para mostrárselo al Padre e interceder por nosotros. “Tocadme y mirad; un fantasma no tiene carne ni huesos”.
Y luego viene una frase que me da mucho consuelo y por esto, este pasaje del Evangelio es uno de mis favoritos: “Pero después de que por la alegría no creyeron …”, aún y estaban llenos de asombro, la alegría les impidió creer. Era tanta la alegría que “no, esto no puede ser cierto. Esta alegría no es real, es demasiada alegría”. Y esto les impidió creer. La alegría. Los momentos de gran alegría. Estaban desbordados de alegría pero paralizados por la alegría. Y la alegría es uno de los deseos que Pablo le da a su pueblo en Roma: “Que el Dios de la esperanza te llene de alegría”, dice. Llenar de alegría, llenar de alegría. Es la experiencia del consuelo más grande, cuando el Señor nos hace comprender que esto es otra cosa de ser alegre, positivo, brillante … No, es otra cosa. Estar alegre pero lleno de alegría, una alegría desbordante que nos toca realmente.

Y por esto, Pablo le desea que “el Dios de la esperanza llene de alegría», a los romanos. Y esa palabra, esa expresión, llena de alegría se repite, muchas, muchas veces. Por ejemplo, cuando sucede en la prisión y Pedro salva la vida del carcelero que estaba a punto de suicidarse porque las puertas se abrieron con el terremoto y luego anuncia el Evangelio, lo bautiza, y el carcelero, dice la Biblia, estaba «lleno de alegría por haber creído. Lo mismo sucede con el ministro de economía de Candàce, cuando Filippo lo bautizó, desapareció, siguió su camino «lleno de alegría». Lo mismo sucedió en el Día de la Ascensión: los discípulos regresaron a Jerusalén, dice la Biblia, “llenos de alegría”. Es la plenitud del consuelo, la plenitud de la presencia del Señor. Porque, como Pablo les dice a los gálatas, «la alegría es el fruto del Espíritu Santo», no es la consecuencia de las emociones que estallan por algo maravilloso … No es más. Este gozo, este que nos llena es el fruto del Espíritu Santo. Sin el Espíritu uno no puede tener esta alegría. Recibir la alegría del Espíritu es una gracia.
Recuerdo los últimos números, los últimos párrafos de la Exhortación Evangelii nuntiandi de Pablo VI, cuando habla de cristianos alegres, evangelizadores alegres, y no de aquellos que siempre viven decaídos. Hoy es un hermoso día para leerlo. Lleno de alegría. Esto es lo que la Biblia nos dice: “Pero después de que por la alegría no creyeron …”, fue tanto que no creyeron. Hay un pasaje del libro de Nehemías que nos ayudará hoy en esta reflexión sobre la alegría. La gente que regresó a Jerusalén encontró el libro de la ley, se descubrió nuevamente, porque sabían la ley de memoria, el libro de la ley no lo encontraron – una gran celebración y todo el pueblo se reunió para escuchar al sacerdote Esdras que leía el libro de la ley.

La gente conmovida lloró, lloró de alegría porque habían encontrado el libro de la ley y lloró, era alegre, el llanto … Al final, cuando el sacerdote Esdras terminó, Nehemías le dijo a la gente: “estén tranquilos, ahora no lloren más, conserven la alegría, porque la alegría en el Señor es vuestra fortaleza”. Esta palabra del libro de Nehemías nos ayudará hoy. La gran fuerza que tenemos para transformar, para predicar el Evangelio, para avanzar como testigos de la vida es la alegría del Señor, que es fruto del Espíritu Santo, y hoy le pedimos que nos conceda este fruto.
El Papa terminó la celebración con la adoración y bendición eucarística, invitando a hacer la Comunión espiritual:

“Jesús mío, creo que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar. Te amo por encima de todo y te deseo en mi alma. Como no puedo recibirte sacramentalmente ahora, al menos espiritualmente ven a mi corazón. Como ya llegó, yo te abrazo y entero me uno a Ti. No dejes que nunca me separe de Ti”.
Antes de marcharse de la capilla dedicada al Espíritu Santo, fue entonada la antífona mariana «Regina caeli», cantada durante el tiempo de Pascua:

Regína caeli laetáre, allelúia.

Quia quem merúisti portáre, allelúia.
Resurréxit, sicut dixit, allelúia.
Ora pro nobis Deum, allelúia.
Reina del Cielo, regocíjate, aleluya.
Cristo, a quien llevaste en tu vientre, aleluya,
se ha levantado, como prometió, aleluya.
Reza al Señor por nosotros, aleluya.

Papa Francisco: “La misericordia no abandona a quien se queda atrás”

Domingo de la Divina Misericordia

(19 abril 2020).- A las 11 horas, de este segundo Domingo de Pascua, en la iglesia de Santo Spirito en Sassia en Roma, el Papa Francisco celebra, de forma privada, la Santa Misa en el 20º aniversario de la canonización de santa Faustina Kowalska y la institución del Domingo de la Divina Misericordia.
“Hija, dame tu miseria”, el Señor se lo dijo a santa Faustina el 10 octubre 1937. También nosotros podemos  preguntarnos: “¿Le he entregado mi miseria al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?”, ha indicado el Santo Padre. “¿O hay algo que todavía me guardo dentro? Un pecado, un remordimiento del pasado, una  herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada… El Señor  espera que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia”.
En esta fiesta, el anuncio más hermoso se da a través del discípulo que llegó más tarde. Sólo él faltaba, Tomás, pero el Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda atrás.

Añadió que el riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí. Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás.
***
Homilía del Papa 
El domingo pasado celebramos la resurrección del Maestro, y hoy asistimos a la resurrección del discípulo. Había transcurrido una semana, una semana que los discípulos, aun habiendo visto al Resucitado, vivieron con temor, con «las puertas cerradas» (Jn 20,26), y ni siquiera lograron convencer de la resurrección a Tomás, el único ausente. ¿Qué hizo Jesús ante esa incredulidad temerosa? Regresó, se puso en el mismo lugar, “en medio”de los discípulos, y repitió el mismo saludo: “Paz a vosotros” (Jn 20,19.26). Volvió a empezar desde el principio. La resurrección del discípulo comenzó en ese momento, en esa misericordia fiel y paciente, en ese descubrimiento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarnos de nuestras caídas. Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien tenemos que ajustar cuentas, sino como nuestro Papá, que nos levanta siempre. En la vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se cae; da pocos pasos y vuelve a caerse; cae y se cae una y otra vez, y el papá lo levanta de nuevo. La mano que siempre nos levanta es la misericordia. Dios sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el suelo, que para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie.
Y tú puedes objetar: “¡Pero yo sigo siempre cayendo!”. El Señor lo sabe y siempre está dispuesto a levantarnos. Él no quiere que pensemos continuamente en nuestras caídas, sino que lo miremos a Él, que en nuestras caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras miserias ve a hijos a los que tiene que amar con misericordia. Hoy, en esta iglesia que se ha convertido en santuario de la misericordia en Roma, en el Domingo que veinte años atrás san Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia, acojamos con confianza este mensaje. Jesús le dijo a santa Faustina: “Yo soy el amor y la misericordia misma; no existe miseria que pueda medirse con mi misericordia” (Diario, 14 septiembre 1937). En otra ocasión, la santa le dijo a Jesús, con satisfacción, que le había ofrecido toda su vida, todo lo que tenía. Pero la respuesta de Jesús la 

desconcertó: «Hija mía, no me has ofrecido lo que es realmente tuyo». ¿Qué cosa había retenido para sí aquella santa religiosa? Jesús le dijo amablemente: “Hija, dame tu miseria” (10 octubre 1937). También nosotros podemos preguntarnos: “¿Le he entregado mi miseria al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?”. ¿O hay algo que todavía me guardo dentro? Un pecado, un remordimiento del pasado, una herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada… El Señor espera que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia.

Volvamos a los discípulos. Habían abandonado al Señor durante la Pasión y se sentían culpables. Pero Jesús, cuando fue a encontrarse con ellos, no les dio largos sermones. Sabía que estaban heridos por dentro, y les mostró sus propias llagas. Tomás pudo tocarlas y descubrió lo que Jesús había sufrido por él, que lo había abandonado. En esas heridas tocó con sus propias manos la cercanía amorosa de Dios. Tomás, que había llegado tarde, cuando abrazó la misericordia superó a los otros discípulos; no creyó sólo en su resurrección, sino también en el amor infinito de Dios e hizo la confesión de fe más sencilla y hermosa: “¡Señor mío y Dios mío!” (v. 28). Así se realiza la resurrección del discípulo, cuando su humanidad frágil y herida entra en la de Jesús. Allí se disipan las dudas, allí Dios se convierte en mi Dios, allí volvemos a aceptarnos a nosotros mismos y a amar la propia vida.

Queridos hermanos y hermanas: En la prueba que estamos atravesando, también nosotros, como Tomás, con nuestros temores y nuestras dudas, nos reconocemos frágiles. Necesitamos al Señor, que ve en nosotros, más allá de nuestra fragilidad, una belleza perdurable. Con Él descubrimos que somos valiosos en nuestra debilidad, nos damos cuenta de que somos como cristales hermosísimos, frágiles y preciosos al mismo tiempo. Y si, como el cristal, somos transparentes ante Él, su luz, la luz de la misericordia brilla en nosotros y, por medio nuestro, en el mundo. Ese es el motivo para alegrarse, como nos dijo la Carta de Pedro, “alegraos de ello, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas” (1 P 1,6).
En esta fiesta de la Divina Misericordia el anuncio más hermoso se da a través del discípulo que llegó más tarde. Sólo él faltaba, Tomás, pero el Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda atrás. Ahora, mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la pandemia, se insinúa justamente este peligro: olvidar al que se quedó atrás. El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí. Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás. Pero esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad. Aprendamos de la primera comunidad cristiana, que se describe en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Había recibido misericordia y vivía con misericordia: “Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hch 2,44-45). No es ideología, es cristianismo.

En esa comunidad, después de la resurrección de Jesús, sólo uno se había quedado atrás y los otros lo esperaron. Actualmente parece lo contrario: una pequeña parte de la humanidad avanzó, mientras la mayoría se quedó atrás. Y cada uno podría decir: “Son problemas complejos, no me toca a mí ocuparme de los necesitados, son otros los que tienen que hacerse cargo”. Santa Faustina, después de haberse encontrado con Jesús, escribió: “En un alma que sufre debemos ver a Jesús crucificado y no un parásito y una carga… [Señor], nos ofreces la oportunidad de ejercitarnos en las obras de misericordia y nosotros nos ejercitamos en los juicios” (Diario, 6 septiembre 1937). Pero un día, ella misma le presentó sus quejas a Jesús, porque: ser misericordiosos implica pasar por ingenuos. Le dijo: “Señor, a menudo abusan de mi bondad”, y Jesús le respondió: “No importa, hija mía, no te fijes en eso, tú sé siempre misericordiosa con todos” (24 diciembre 1937). Con todos, no pensemos sólo en nuestros intereses, en intereses particulares. Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos. Porque sin una visión de conjunto nadie tendrá futuro.

Hoy, el amor desarmado y desarmante de Jesús resucita el corazón del discípulo. Que también nosotros, como el apóstol Tomás, acojamos la misericordia, salvación del mundo, y seamos misericordiosos con el que es más débil. Sólo así reconstruiremos un mundo nuevo.





19.04.20

Santa Marta: El Papa pide que los políticos busquen “el bien del país”

Nacer de nuevo dejando entrar al Espíritu
( 20 abril 2020).- “Oremos hoy por los hombres y mujeres que tienen vocación política: la política es una alta forma de caridad. Por los partidos políticos de los distintos países, para que en este momento de pandemia busquen juntos el bien del país y no el bien de su propio partido”.
Con estas palabras, el Santo Padre introdujo la celebración de la Misa matutina celebrada hoy, 20 de abril de 2020, lunes de la Segunda Semana de Pascua.

La celebración eucarística fue transmitida en vivo desde la Capilla de la Casa Santa Marta debido a la pandemia del coronavirus.
En su homilía, el Papa Francisco comentó el Evangelio de hoy (Jn 3, 1-8) en el que Jesús habla con el fariseo Nicodemo.
No todos los fariseos eran malos, Nicodemo “sentía inquietud, porque es un hombre que había leído los profetas y sabía que lo que Jesús estaba haciendo había sido anunciado por los profetas. Sintió la inquietud y fue a hablar con Jesús”, explicó.
Nacer de lo alto
Jesús indica a Nicodemo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios y el fariseo no sabe cómo hacerlo porque toma literalmente esa respuesta de Cristo, relató Francisco. Y añadió que quien se deja llevar por el Espíritu es “una persona dócil” y libre.

Ser un buen cristiano, remarca el Papa, no consiste en detenerse en el cumplimiento de los mandamientos, “es dejar que el Espíritu entre en ti y te lleve, te lleve donde quiera”: “Nacer de nuevo es dejar que el Espíritu entre en nosotros y que sea el Espíritu quien me guíe y no yo, y aquí, libre, con esta libertad del Espíritu que nunca sabrás dónde acabarás”, describió.
Abrir el corazón al Espíritu
El Pontífice también remitió al pasaje de los Hechos de los Apóstoles (Hechos 4, 23-31) en el que, tras la liberación de Pedro y Juan, los discípulos de Jesús elevan juntos una oración a Dios para poder proclamar y dejan “que sea el Espíritu quien les diga qué hacer”.

“Ante las dificultades, ante una puerta cerrada, que no sabían cómo avanzar, van al Señor, abren sus corazones y el Espíritu viene y les da lo que necesitan y salen a predicar, con coraje, y adelante. Esto es nacer del Espíritu”, apunta el Obispo de Roma.
Oración
“¿Y cómo se prepara uno para nacer de nuevo? A través de la oración. La oración es lo que abre la puerta al Espíritu y nos da esta libertad, esta franqueza, este coraje del Espíritu Santo. Que nunca sabrás dónde te llevará. Pero es el Espíritu”, subrayó.

Finalmente, el Santo Padre pidió: “Que el Señor nos ayude a estar siempre abiertos al Espíritu, porque es Él quien nos llevará adelante en nuestra vida de servicio al Señor”.
A continuación, sigue la transcripción de la homilía completa de Francisco ofrecida por Vatican News.
***
Homilía del Papa
Este hombre, Nicodemo, es un jefe de los judíos, un hombre justo; sintió la necesidad de ir a Jesús. Fue por la noche, porque tenía que hacer un poco de equilibrio, porque los que iban a hablar con Jesús no eran bien vistos. Es un fariseo justo, porque no todos los fariseos son malos: no, no; también hubo fariseos justos. Este es un fariseo justo. Sentía inquietud, porque es un hombre que había leído los profetas y sabía que lo que Jesús estaba haciendo había sido anunciado por los profetas. Sintió la inquietud y fue a hablar con Jesús. “Maestro, sabemos que viniste de Dios como Maestro”: es una confesión, hasta cierto punto. “Nadie, de hecho, puede llevar a cabo estos signos que Tú llevas a cabo si Dios no está con Él”. Se detiene antes del “por lo tanto”. Si digo esto… entonces… Y Jesús respondió. Respondió misteriosamente, ya que él, Nicodemo, no lo esperaba. Respondió con esa figura del nacimiento: si uno no nace de lo alto, no puede ver el Reino de Dios. Y él, Nicodemo, siente confusión, no entiende y toma ‘ad litteram’ esa respuesta de Jesús: pero ¿cómo puede uno nacer si es un adulto, una persona mayor? Nacer de lo alto, nacer del Espíritu. Es el salto que debe dar la confesión de Nicodemo y no sabe cómo hacerlo. Porque el Espíritu es impredecible. La definición del Espíritu que Jesús da aquí es interesante: “El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene o a dónde va: así es todo el que nace del Espíritu”, es decir, libre. Una persona que se deja llevar de una parte y de otra parte por el Espíritu Santo: esta es la libertad del Espíritu. Y quienquiera que haga esto es una persona dócil, y aquí estamos hablando de la docilidad al Espíritu.

Ser cristiano no es sólo cumplir los mandamientos: hay que cumplirlos, eso es cierto; pero si te detienes ahí, no eres un buen cristiano. Ser un buen cristiano es dejar que el Espíritu entre en ti y te lleve, te lleve donde quiera. En nuestra vida cristiana muchas veces nos detenemos como Nicodemo, ante el “por lo tanto”, no sabemos qué paso dar, no sabemos cómo hacerlo o no tenemos la confianza en Dios para dar este paso y dejar entrar al Espíritu. Nacer de nuevo es dejar que el Espíritu entre en nosotros y que sea el Espíritu quien me guíe y no yo, y aquí, libre, con esta libertad del Espíritu que nunca sabrás dónde acabarás.

Los apóstoles, que estaban en el Cenáculo, cuando vino el Espíritu salieron a predicar con ese valor, esa franqueza… no sabían que esto iba a suceder; y lo hicieron, porque el Espíritu los estaba guiando. El cristiano no debe nunca detenerse sólo en el cumplimiento de los Mandamientos: hay que hacer, pero ir más lejos, hacia este nuevo nacimiento que es el nacimiento en el Espíritu, que le da la libertad del Espíritu.
Esto es lo que le pasó a esta comunidad cristiana de la primera Lectura, después de que Juan y Pedro volvieran de ese interrogatorio que tuvieron con los sacerdotes. Fueron a ver a sus hermanos en esta comunidad y reportaron lo que los jefes de los sacerdotes y los ancianos les habían dicho. Y la comunidad, cuando escucharon esto, todos juntos, se asustaron un poco. ¿Y qué hicieron? Rezaron. No se detuvieron en las medidas de precaución, “no, hagamos esto ahora, vayamos un poco más tranquilos…”: no. Rezar. Dejar que sea el Espíritu quien les diga qué hacer. Levantaron sus voces a Dios diciendo: “¡Señor!” y rezaron. Esta hermosa oración de un momento oscuro, de un momento en el que tienen que tomar decisiones y no saben qué hacer. Quieren nacer del Espíritu, abren sus corazones al Espíritu: que sea Él quien lo diga… Y preguntan: “Señor, Herodes, Poncio Pilato con las naciones y pueblos de Israel se han aliado contra tu Espíritu Santo y contra Jesús”, cuentan la historia y dicen: “¡Señor, haz algo!”. “Y ahora, Señor, vuelve tus ojos a sus amenazas”, las del grupo de sacerdotes, “y concede a tus siervos que proclamen tu Palabra con toda franqueza” – piden franqueza, valor, no tener miedo – “extendiendo tu mano para que se realicen curaciones, señales y maravillas en el nombre de Jesús”. “Y cuando terminaron su oración, el lugar donde estaban reunidos tembló, y todos fueron llenos del Espíritu Santo y predicaron la Palabra de Dios con franqueza. Un segundo Pentecostés ocurrió aquí.

Ante las dificultades, ante una puerta cerrada, que no sabían cómo avanzar, van al Señor, abren sus corazones y el Espíritu viene y les da lo que necesitan y salen a predicar, con coraje, y adelante. Esto es nacer del Espíritu, esto no se detiene en el “por lo tanto”, en el “por lo tanto” de las cosas que siempre he hecho, en el “por lo tanto” después de los Mandamientos, en el “por lo tanto” después de las costumbres religiosas: ¡no! Esto es nacer de nuevo. ¿Y cómo se prepara uno para nacer de nuevo? A través de la oración. La oración es lo que abre la puerta al Espíritu y nos da esta libertad, esta franqueza, este coraje del Espíritu Santo. Que nunca sabrás dónde te llevará. Pero es el Espíritu.

Que el Señor nos ayude a estar siempre abiertos al Espíritu, porque es Él quien nos llevará adelante en nuestra vida de servicio al Señor.
Finalmente, el Papa terminó la celebración con la adoración y la bendición Eucarística, invitando a todos a realizar la comunión espiritual con esta oración:
“A tus pies, oh Jesús mío, me postro y te ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito que se abandona en su nada y en Tu santa presencia. Te adoro en el sacramento de tu amor, deseo recibirte en la pobre morada que mi corazón te ofrece. En espera de la felicidad de la comunión sacramental, quiero tenerte en espíritu. Ven a mí, oh Jesús mío, que yo vaya hacia Ti. Que tu amor pueda inflamar todo mi ser, para la vida y para la muerte. Creo en Ti, espero en Ti, Te amo. Que así sea”.

Antes de salir de la Capilla dedicada al Espíritu Santo, se entonó la antífona mariana que se canta en el tiempo pascual, el Regina Coeli.
Regína caeli laetáre, allelúia.
Quia quem merúisti portáre, allelúia.
Resurréxit, sicut dixit, allelúia.
Ora pro nobis Deum, allelúia.

 


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