Primera
meditación del Papa en el retiro del Jubileo Sacerdotal – La misericordia es
siempre exagerada
Con el canto del Veni Creator
Spiritus, inició en la basílica de San Juan de Letrán en Roma, el día de retiro
espiritual del Jubileo de los Sacerdotes, con tres meditaciones realizadas por
el propio papa Francisco
2 junio 2016
Roma);- Con el canto del Veni Creator
Spiritus, inició este miércoles en la basílica pontificia de San Juan de
Letrán en Roma, el día de retiro del Jubileo de los Sacerdotes, que contempla tres
meditaciones realizadas por el propio papa Francisco.
El Jubileo de los Sacerdotes inició ayer miércoles y
concluye mañana viernes por la tarde en la plaza de San Pedro con la misa en el
160 aniversario de la institución por el beato Pío IX, de la fecha del Sagrado
Corazón de Jesús.
El Papa en el texto leído, con diversos añadidos en el
momento, recordó que esta primera meditación es sobre la misericordia
porque siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más
contemplación y de un amor renovado. Y que nada une más con Dios que un acto de
misericordia, así como a los pastores ‘impacientes’ de no ‘apalear’ a
los penitentes. E invitó a convertirse en sacerdotes más
misericordiados y más misericordiosos.
Invitó a una conversión la mentalidad institucional
porque ‘si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor
la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás, se
pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente’.
Una meditación que parte de lo nos hace sentir
más miserable y por ello pedir la gracia de encontrar esto. Invitó también
a no sentir la misericordia como un gesto que Dios tiene de vez en cuando,
y saber que el Señor no solamente nos limpia sino que nos encorona, nos da
dignidad. Y lamentar no haber aprovechado antes este don. Concluyó recordando
algunos pasajes del Evangelio que muestran como la misericordia es siempre
exagerada. La primera meditación del retiro concluyó con la recitación del
Miserere.
A
continuación las palabras del Santo Padre:
“Buen día queridos Sacerdotes, iniciamos esta jornada
de retiro espiritual en la que nos hará bien rezar los unos por los otros, en
comunión, todos.
He elegido el tema de la misericordia, como pequeña
introducción, la misericordia en su aspecto más femenino, es el entrañable amor
materno, que se conmueve ante la fragilidad de su criatura recién nacida y la
abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir y crecer (rahamim);
y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del Padre que sostiene
siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos.
La misericordia es tanto el fruto de una alianza por
eso se dice que Dios se acuerda de su (pacto de) misericordia (heded) – como un
acto gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más
profunda y se traduce en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna).
Esta inclusividad hace que esté siempre a la mano de
todos el «misericordiar», el compadecerse del que sufre, conmoverse ante el
necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente
y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para
remediar la situación.
Y partiendo de este sentimiento visceral, está al
alcance de todos mirar a Dios desde la perspectiva de este atributo primero y
último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros: el nombre de Dios
es Misericordia.
Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo
especial. La dinámica de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro.
La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica
-purgativa, iluminativa y unitiva- nunca son etapas sucesivas, que se puedan
dejar atrás.
Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de
más contemplación y de un amor renovado. Nada une más con Dios que un acto de
misericordia, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos
perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las
obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar
nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los
misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), para comprender cuál
es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía.
A la misericordia se le puede aplicar aquella
enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán medidos» (Mt 7,2).
Permítanme, pero pienso en aquellos confesores impacientes que ‘apalean’ a los
penitentes, que los retan. ¡Pero así los tratará Dios! Al menos por ello no
hagan estas cosas.
La misericordia nos permite pasar de sentirnos
misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión,
el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la
dignidad a la que el Señor nos eleva.
Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la
fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la
misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo
personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los
milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús
por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se
reparten.
Tres sugerencias para este día de retiro:
La alegre y
libre familiaridad que se establece a todos los niveles entre los que se
relacionan entre sí con el vínculo de la misericordia –familiaridad del Reino
de Dios, tal como Jesús lo describe en sus parábola– me lleva a sugerirles tres
cosas para su oración personal de este día.
La primera
tiene que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio, me disculpo por la
publicidad de familia, quien dice: «No el mucho saber llena y satisface el
alma, sino el sentir y gustar las cosas de Dios interiormente».
San Ignacio agrega que allí donde uno encuentra lo que
quiere y siente gusto, allí se quede rezando «sin tener ansia de pasar
adelante, hasta que me satisfaga». Así que, en estas meditaciones sobre la
misericordia, uno puede comenzar por donde más le guste y quedarse allí, pues
seguramente una obra de misericordia le llevará a las demás.
Si comenzamos dando gracias al Señor, que
maravillosamente nos creó y más maravillosamente aún nos redimió, seguramente
esto nos llevará a sentir pena por nuestros pecados. Si comenzamos por
compadecernos de los más pobres y alejados, seguramente sentiremos la necesidad
de recibir misericordia.
La segunda sugerencia para rezar tiene que ver con una
forma de utilizar la palabra misericordia. Como se habrán dado cuenta, al
hablar de la misericordia me gusta usar la forma verbal: «Hay que dar
misericordia, ‘misericordiar’ en español, para ser misericordiados» hay que
forzar el idioma allí. Pero padre esto no es italiano, sí es verdad, pero es el
modo que encuentro para profundizar: misericordiar para ser mirsericordiados.
El hecho de que la misericordia ponga en contacto una
miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente.
No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción. Por
tanto, en la oración, no hace bien intelectualizar, no hace bien.
Con prontitud, y con la ayuda de la gracia, nuestro
diálogo con el Señor tiene que concretarse en algún pecado mío qué tiene que
tocar su misericordia en mí, dónde siento más vergüenza y más deseo de reparar;
y rápidamente tenemos que hablar de aquello que más nos conmueve, de esos
rostros que nos llevan a desear intensamente poner manos a la obra para
remediar su hambre y sed de Dios, de justicia y de ternura. A la misericordia
se la contempla en la acción, pero un tipo de acción que es omni-inclusiva: la
misericordia incluye todo nuestro ser –entrañas y espíritu– y a todos los
seres.
La última sugerencia para la jornada de hoy se refiere
al fruto de los ejercicios, es decir de la gracia que tenemos que pedir y que
es directamente, la de convertirnos en sacerdotes siempre más capaces de
recibir y dar misericordia.
De las cosas más linda que más me conmueve es la
confesión de un sacerdote, es una cosa grande y bella, porque este hombre que
se acerca para confesar sus pecados es la misma persona que después presta su
oído para confesar a otros.
Nos podemos centrar en la misericordia porque ella es
lo esencial, lo definitivo. Por los escalones de la misericordia podemos bajar
hasta lo más bajo de la condición humana -fragilidad y pecado incluidos- y
ascender hasta lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos
(perfectos) como vuestro Padre es misericordioso».
Pero siempre para «cosechar» sólo más misericordia. De
aquí deben venir los frutos de conversión de nuestra mentalidad institucional:
si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor la
misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás, se
pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente. Y de esto algunos
documentos de la Iglesia y discursos de los papas hablan, piden la conversión
pastoral.
Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado de
esa «simplicidad evangélica» que entiende y practica todas las cosas en clave
de misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo
cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como
verbo –misericordiar y ser misericordiados– que nos lanza a la acción del
corazón en medio del mundo.
Y además, como misericordia «siempre más grande», como
una misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien en mejor, y yendo de
menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es la del Padre siempre más
grande ‘Deus semper maior’ y cuya misericordia infinita crece, si se
puede decir así, y no tiene techo ni fondo, porque proviene de su soberana
libertad.
Ahora pasemos a la primera meditación la que se hace
en la fiesta, y le he puesto como título de la distancia a la fiesta
Si la misericordia del Evangelio es, como hemos dicho,
un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de
hoy y cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es
preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el terreno
desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las heridas para ese
aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal desvivirse en cariños y
atenciones; cuál la distancia para tanta sed de abrazo y de encuentro…
La parábola que les propongo para esta meditación es
la del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-31). Nos situamos en el ámbito del
misterio del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese momento en que el
hijo pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del egoísmo, que hizo
todo lo que quiso y en vez de ser libre, se encuentra esclavo. Mira a los
chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la nostalgia.
Nostalgia, nostalgia, palabra clave, nostalgia por el
pan recién horneado que los empleados de su casa, la casa de su padre, comen en
el desayuno. La nostalgia… La nostalgia es un sentimiento poderoso. Tiene que
ver con la misericordia porque nos ensancha el alma. Nos hace recordar el bien
primero -la patria de donde salimos- y nos despierta la esperanza de volver.
Nuestra salvación. En este horizonte amplio de la nostalgia, este joven –dice
el Evangelio– entró en sí y se sintió miserable.
Cada uno de nosotros, puede buscar o dejarse llevar a
ese punto en el que se siente más miserable, cada uno de nosotros tiene su
secreto de miseria dentro, pedir la gracia de encontrarlo.
Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su
estado, pasemos a ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y
lo besó efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Porque el
padre no le dice ve y dúchate y después vuelve. No, sucio pero vestido de
fiesta. Se pone el anillo al dedo igual que su padre. Tiene sandalias nuevas en
los pies. Está en medio de la fiesta, entre la gente.
Algo así como a nosotros, si alguna vez nos pasó, que
nos confesamos antes de la misa y ahí nomás nos encontramos «revestidos» y en
medio de una ceremonia. Es un estado de avergonzada dignidad
Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este
hijo pródigo, de este hijo y predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente
el corazón entre esos dos extremos -la dignidad y la vergüenza-, sin soltar
ninguno de ellos, quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre.
Un corazón que latía con ansia, subía todos los días a
la terraza a mirar si el hijo volvía… Y en este punto, y en este lugar en donde
hay dignidad y vergüenza, podemos imaginar cómo late el corazón de nuestro
padre, Podemos imaginar que la misericordia brote como sangre. Que él sale a
buscarnos –a nosotros pecadores– nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de
nuevo, renovados, a todas las periferias a llevar misericordia a todos.
Su sangre es la sangre de Cristo, sangre de la Nueva y
Eterna Alianza de misericordia, derramada por nosotros y por todos los hombres
para el perdón de los pecados. Esta sangre la contemplamos entrando y saliendo
de su corazón, y del corazón del Padre. Esto es nuestro único tesoro, lo único
que tenemos para dar al mundo: la sangre que purifica y pacifica todo y a
todos. La sangre del Señor que perdona los pecados. La sangre que es verdadera
bebida, que resucita y da la vida a lo que está muerto debido al pecado.
En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la
dignidad, de la dignidad a la vergüenza, las dos juntas, pedimos la gracia de
sentir esa misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de
sentir cómo ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro.
No basta sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos
algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente. No es
suficiente.
San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de
su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede
ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados
(y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos
que un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado y
confundido en haberle mucho ofendido, siendo que por parte del rey había
recibido muchos dones y muchas mercedes.
Imaginemos esta imagen. No obstante, siguiendo la
dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como
alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma
inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que no sólo lo
invita a seguirlo en su batalla, sino que lo pone al frente de sus compañeros.
¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante!
Esto me hace pensar al último párrafo del capítulo XVI de Ezequiel.
Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o
como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno
se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone:
no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados. No que el
Señor solamente nos limpia, sino que nos encorona, nos da dignidad.
Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta
sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en
mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y
debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los
demás.
Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está,
vestido de pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de
alabarle por la profesión de fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina
duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu al decirle que
se aparte de la cruz.
Lo invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará
hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese
pecador lo misionará a ser pescador de hombres; lo interrogará repetidamente
sobre su amor, haciéndole sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y
cobardía, y también por tres veces le confiará el pastoreo de sus ovejas.
Siempre estos dos polos.
Tenemos que situarnos allí, en ese espacio en el que
conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. ¿Qué
sentimos cuando la gente nos besa la mano? Y miramos nuestra miseria más
íntima, mientras somos honrados por el pueblo de Dios, es otro momento para
sentir esto.
Tenemos que situarnos, en ese espacio en el que
conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. El mismo
espacio. Sucios, impuros, mezquinos, vanidosos, egoístas –es el pecado de los
curas la vanidad– y a la vez, con los pies lavados, llamados y elegidos,
repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por nuestra gente, queridos y
cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese lugar.
Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos
alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el
corazón. Cuando nos sentimos justos como los fariseos o nos alejamos como esos
que se sienten indignos. Yo no me siento digno, pero no tengo que alejarme:
allí tengo que estar, con la vergüenza y la dignidad, ambas cosas juntas.
Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por
qué es tan fecunda esta tensión? Entre miseria y dignidad, entre miseria y
fiesta.
Diría que es fecunda porque mantenerla nace de una
decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad, aunque
nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad.
El sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que
es visceral parecería que es sinónimo de «animal». Pero en realidad los
animales desconocen la misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar
algo de esa compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su dueño
enfermo.
La misericordia es una conmoción que toca las
entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual aguda,
directa como un rayo, pero no por simple menos compleja: uno intuye muchas
cosas cuando siente misericordia.
Uno comprende, por ejemplo, que el otro está en una
situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus pecados o sus
culpas; también uno comprende que el otro es uno como yo, que él mismo podría
estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se arregla
sólo con justicia…
En el fondo, uno se convence de que hace falta una
misericordia infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar a tanto mal
y tanto sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos… Si la
misericordia está debajo de este nivel, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende
nuestra mente con sólo ver a alguien tirado en la calle, descalzo, en una
mañana fría, o al Señor clavado en la cruz por mí!
Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se
rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa
de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra
libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es
misericordioso con quien es misericordioso, como le dijo a Moisés. En su
misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la nuestra.
Podemos vivir mucho tiempo sin la misericordia del
Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla
explícitamente hasta que uno cae en la cuenta de que todo es misericordia y
llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba
tanto.
La miseria de la que hablamos es la miseria moral,
intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en
un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y
eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados
y para arrepentirse verdaderamente.
Porque, en otros ámbitos, uno no se siente tan libre
ni siente que el pecado afecta toda su vida y por tanto no experimenta su
miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa con esa
condición.
Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le
pido una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona
sumida en los dolores atroces de una enfermedad terminal. O todo o nada, o se
va hasta el fondo o no se entiende nada.
El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es
el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del
Padre y el del Espíritu.
Recuerdo cuando Pio XII escribió la encíclica Haurietis Aquas, sobre el Sagrado Corazón,
alguien dijo que eso era para las monjas. El corazón de Cristo es el centro de
la misericordia, quizás las monjas lo entienden mejor de nosotros porque son
madres e íconos de la Virgen en la Iglesia, Haurietis Aquas. -Pero es
preconciliar, -sí pero nos hará muy bien.
Es un corazón que elige el camino más cercano y que lo
compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos, toca,
se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más personal,
no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con su herida.
Y miremos a nuestro lenguaje. Cuántas veces sin darnos
cuenta decimos: ‘Tengo un caso…’. Alto, más bien hay que decir: ‘Tengo una
persona que…’. Esto es muy clerical: ‘Tengo un caso’, “he encontrado un caso…’.
También a mi me sucede. Hay un poco de clericalismo: reducir el lo cocreto del
amor de Dio, lo que nos da Dios, de la persona, a ‘un caso’, así tomo
distancia, no me toca. No me ensucio las manos; hago una pastoral limpia,
elegante, donde no arriesgo arriesgo nada. Ni siquiera –no se escandalicen– no
tengo la posibilidad de un pecado vergonzoso.
La misericordia excede la justicia y lo hace saber y
lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al dignificar, la misericordia
eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, es
misericordioso el que recibió misericordia. A este se le ha perdonado mucho
porque ha amado mucho.
De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para
que se restaure todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad
perdida. Esto posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la
misericordia no tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero
le quita poder sobre el futuro, ese es el poder de la misericordia, le quita
poder sobre la vida que corre hacia delante.
La misericordia es la verdadera actitud de vida que se
opone a la muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es
para nada ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que mira lo
corta que es la vida y todo el bien que queda por hacer.
Por eso hay que perdonar totalmente, para que el otro
mire hacia adelante y no pierda tiempo en culparse y compadecerse de sí mismo y
los motivos de su error. En el camino de ir a curar a otros, uno irá haciendo
su examen de conciencia y, en la medida en que ayuda a otros, reparará el mal
que hizo. La misericordia es fundamentalmente esperanzada, es madre de
esperanza.
Dejarse atraer y enviar por el movimiento del corazón
del Padre es mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad. Dejarse
atraer por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado yendo a dar
vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y nos lave los
pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para llevar vida a todos
los miembros, especialmente a los más alejados, frágiles y heridos.
Un cura contaba, esto es histórico, de una persona en
situación de calle que terminó viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado
en su propia amargura que no interactuaba con los demás. Persona culta, se
enteraron después. Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por
una enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su
nada y en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado le
pidió que le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Contó que ese
pedido de alguien que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él, le
abrió los ojos y el corazón a un sentimiento poderosísimo de humanidad y a un
deseo de ayudar al otro y de dejarse ayudar él por Dios y se confesó. De este
modo, un sencillo acto de misericordia lo conectó con la misericordia infinita,
se animó a ayudar al otro y luego se dejó ayudar él: murió confesado y en paz.
Este es el misterio de la misericordia.
Así, los dejo con la parábola del padre
misericordioso, una vez que nos hemos situado en ese momento en que el hijo se
siente sucio y revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de
su padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser de
ahora en adelante, misericordioso con todos.
Ahí está el fuego que vino a traer Jesús a la tierra,
ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la llama, es que alguno de los
polos no permite el contacto. O la excesiva vergüenza, que no «pela los cables»
y, en vez de confesar abiertamente «hice esto y esto», se tapa; o la excesiva
dignidad, que toca las cosas con guantes.
Una palabra
para terminar, sobre los excesos de la misericordia
El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios
es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás. El Evangelio nos
muestra muchos lindos ejemplos de los que se exceden para recibirla: el
paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio del sitio donde
estaba predicando el Señor, exagera; el leproso, que deja a sus nueve
compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces y va a
ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que logra detener
a Jesús con sus gritos, y también logra vencer la aduana de los curas para ir
al Señor; la mujer hemorroisa, que en su timidez se las ingenia para lograr una
estrecha cercanía con el Señor y que, como dice el Evangelio, cuando tocó el
manto, el Señor sintió que salía de él una dynamis…; todos son ejemplos de ese
contacto que enciende un fuego y desencadena la dinámica, desencadenar la
dinámica, la fuerza positiva de la misericordia.
También está la pecadora, cuyas excesivas muestras de
amor al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con sus
cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y por
eso lo expresa así, exagerado, pero siempre la misericordia es exagerada,
excesiva. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los endemoniados…,
son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de la exclusión a
la inclusión plena, de la distancia a la fiesta y esto no se entiende sino en
clave de esperanza, en clave apostólica, en clave del que es misericordiado
para misericordiar.
Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la
misericordia, el Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los
viernes. Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su
pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el
pecado. Dios es más grande que el pecado.
Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba
un trato distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta,
podemos imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él. Con el
hijo pródigo. Podemos escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu
bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: Pues yo
también reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Y a una voz,
decir: «Contra ti, Padre, contra ti solo pequé».
Rezamos desde esa tensión íntima que enciende la
misericordia, esa tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu
vista, borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el
hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve». Confianza
que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con
espíritu firme y enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a
ti»”.
Al concluir rezaron el salmo Miserere, y el Santo
Padre recordó que se hacía todos juntos, pero pensando como si fuera a dos
coros y en el otro estuviera el hijo pródigo.
04.06.16
El
corazón del sacerdote no privatiza ni tiempos ni espacios’
El Papa describe el perfil del buen
pastor, en la misa de clausura del Jubileo de los Sacerdotes
3 junio 2016
Misa final
del Jubileo de los Sacerdotes
Ciudad del
Vaticano).- El papa
Francisco celebró este viernes la santa misa delante de la basílica de San
Pedro, con motivo del Jubileo de los Sacerdotes y de los seminaristas. La fecha
coincide también con la festividad del Sagrado Corazón de Jesús, instituida
hace 160 años por el beato Pío IX.
A los más de seis mil sacerdotes que participaron del
jubileo y que se encontraban reunidos en la explanada, como a los miles de
fieles congregados en la plaza de San Pedro, el Papa les indicó el perfil del
verdadero pastor de almas.
O sea el de una persona que incluye y se alegra, que
se da a su grey “con todo su ser”, no al 50 por ciento o al 60 por ciento,
porque es un pastor y no un ‘inspector’, ni un ‘contador del espíritu’. Es
un ministro de la comunión que celebra y vive, que no se espera ni saludos ni
felicitaciones, pero quien ofrece primero la mano, rechazando las habladurías,
juicios y venenos”.
Pero también un padre que ‘con paciencia’ escucha los
problemas de la gente, perdona ‘no reprende a quien abandona o pierde el
rumbo’, y que por el contrario está ‘inquieto hasta que no encuentra a la oveja
perdida, a la cual busca fuera de los horarios de trabajo ‘y sin asustarse por
los riesgos’.
La orientación dada por el Santo Padre parte de la
pregunta: “¿Hacia dónde está orientado mi corazón?”,
inquietud que asegura, es “una interrogación fundamental de nuestra
vida sacerdotal” que los sacerdotes “tenemos que plantearnos varias
veces cada día, cada semana”.
Porque en medio de las tantas actividades y frentes,
como la catequesis, liturgia, caridad, empeños pastorales y administrativos, se
corre el riesgo de perder el norte y no entender qué tesoro debe buscar nuestro
corazón. Entretanto, reconoce el Pontífice, este corazón va entrenado,
para que “pueda arder de la caridad de Jesús el Buen Pastor”, con tres
acciones: buscar, incluir, alegrarse.
Buscar a la oveja pedida, “fuera de los lugares del rebaño y
de los horarios de trabajo, sin hacerse pagar los extras”. Y una vez que la
encuentra la carga en la espalda y regresa contento. El corazón del sacerdote
“no privatiza ni tiempos ni espacios” y advierte: “¡Hay de los pastores que privatizan!”.
Por ello pide tenerlas puertas abiertas, pero aún más, salir afuera para
buscar a quien no quiere entrar.
Por ello, un pastor incluye. Como Cristo, ninguna de sus ovejas
le es desconocida. Su rebaño es su familia y su vida. “No es un jefe temido por
las ovejas, pero el pastor que camina con ellas y las llama por nombre. Con
mirada amorosa y corazón de padre recibe, incluye y cuando tiene que corregir
lo hace para acercar, no desprecia a nadie, pero está dispuesto a ensuciarse
las manos por todos”.
Por lo tanto, asegura el Santo Padre, el buen
sacerdote es un pastor que tiene la alegría que “nace del perdón, de la vida
que retorna, del hijo que respira nuevamente el aire de casa”. Motivos que le
llevan normalmente a no tener tristeza, o solo pasajera, y la dureza le es
ajena porque es pastor de acuerdo con el Corazón de Dios”.
Francisco concluyó su homilía dando un gracias, “por
vuestro sí a donar la vida unidos a Jesús” y “por los tantos ‘sí’ escondidos de
todos los días, que solamente el Señor conoce”.
04.06.16
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