28 d’oct. 2020

PAPA - EXTRA

 Carta del Santo Padre

( la carta que el Santo Padre ha dirigido al Emmo. Secretario de Estado con ocasión del 40º aniversario de la Comisión de las Conferencias Episcopales de la Unión Europea (COMECE), el 50º aniversario de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la Unión Europea y el 50º aniversario de la presencia de la Santa Sede como Observador Permanente ante el Consejo de Europa.)



                                                        Al Venerado Hermano

Señor Cardenal PIETRO PAROLIN

Secretario de Estado

En este año, la Santa Sede y la Iglesia en Europa celebran algunos acontecimientos significativos. Hace cincuenta años se concretó la colaboración entre la Santa Sede y las Instituciones europeas surgidas después de la segunda guerra mundial, mediante el establecimiento de las relaciones diplomáticas con las entonces Comunidades Europeas y la presencia de la Santa Sede como Observador ante el Consejo de Europa. Después, en 1980, se creó la Comisión de los Episcopados de las Comunidades Europeas (COMECE), en la que participan con un delegado propio todas las Conferencias Episcopales de los Estados Miembros de la Unión Europea, con el objetivo de favorecer “una colaboración más estrecha entre dichos Episcopados, en orden a las cuestiones pastorales relacionadas con el desarrollo de las competencias y de las actividades de la Unión”.[1] Además, este año se celebró el 70.º aniversario de la Declaración Schuman, un acontecimiento de gran importancia que ha inspirado el largo camino de integración del continente, haciendo posible que se superen las hostilidades producidas a causa de los dos conflictos mundiales.

A la luz de estos acontecimientos, usted tiene previsto próximamente visitas significativas a las Autoridades de la Unión Europea, a la Asamblea Plenaria de la COMECE y a las Autoridades del Consejo de Europa, por lo que considero oportuno compartirle algunas reflexiones sobre el futuro de este continente, que me es particularmente querido, no sólo por los orígenes familiares, sino también por el rol central que este ha tenido y pienso que todavía debe tener —si bien con tonos diversos— en la historia de la humanidad.

Ese rol se vuelve todavía más relevante en el contexto de pandemia que estamos atravesando. De hecho, el proyecto europeo surge como voluntad de poner fin a las divisiones del pasado. Nace de la conciencia de que juntos y unidos somos más fuertes, que “la unidad es superior al conflicto”[2] y que la solidaridad puede ser “un modo de hacer la historia, un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida”.[3] En nuestro tiempo, que “da muestras de estar volviendo atrás”,[4] en el que prevalece la idea de ir cada uno por su cuenta, la pandemia constituye como una línea divisoria que obliga a hacer una elección: o se sigue el camino tomado en el último decenio, alentado por la tentación de la autonomía, enfrentando crecientes incomprensiones, contraposiciones y conflictos; o bien se redescubre ese camino de la fraternidad, que sin duda fue el que inspiró y animó a los Padres fundadores de la Europa moderna, a partir justamente de Robert Schuman.

En las noticias europeas de los últimos meses, la pandemia puso en evidencia todo esto: la tentación de ir cada uno por su cuenta, buscando soluciones unilaterales a un problema que trasciende los límites de los Estados, pero también, gracias al gran espíritu de mediación que caracteriza a las Instituciones europeas, el deseo de recorrer con convicción el camino de la fraternidad que es además camino de la solidaridad, poniendo en marcha la creatividad y nuevas iniciativas.

Sin embargo, es necesario consolidar las medidas adoptadas para evitar que los empujes centrífugos recobren fuerza. Resuenan hoy con gran actualidad las palabras que san Juan Pablo II pronunció en el Acto europeo en Santiago de Compostela: Europa, “vuelve a encontrarte. Sé tú misma”.[5] En un tiempo de cambios repentinos se corre el riesgo de perder la propia identidad, especialmente cuando desaparecen los valores compartidos sobre los que se funda la sociedad.

En este momento, quisiera decirle a Europa: Tú, que has sido una fragua de ideales durante siglos y ahora parece que pierdes tu impulso, no te detengas a mirar tu pasado como un álbum de recuerdos. Con el tiempo, aun las memorias más hermosas se desvanecen y acaban siendo olvidadas. Tarde o temprano nos damos cuenta de que los contornos del propio rostro se esfuman, nos encontramos cansados y agobiados de vivir el tiempo presente, y con poca esperanza de mirar al futuro. Sin una noble motivación nos descubrimos frágiles y divididos, y más inclinados a lamentarnos y a dejarnos atraer por quien hace de las quejas y de la división un estilo de vida personal, social y político.

Europa, ¡vuelve a encontrarte! Vuelve a descubrir tus ideales, que tienen raíces profundas. ¡Sé tú misma! No tengas miedo de tu historia milenaria, que es una ventana abierta al futuro más que al pasado. No tengas miedo de tu anhelo de verdad, que desde la antigua Grecia abrazó la tierra, sacando a la luz los interrogantes más profundos de todo ser humano; de tu sed de justicia, que se desarrolló con el derecho romano y, con el paso del tiempo, se convirtió en respeto por todo ser humano y por sus derechos; de tu deseo de eternidad, enriquecido por el encuentro con la tradición judeo-cristiana, que se refleja en tu patrimonio de fe, de arte y de cultura.

Hoy, mientras en Europa tantos se interrogan con desconfianza sobre su futuro, muchos otros la miran con esperanza, convencidos de que todavía tiene algo que ofrecer al mundo y a la humanidad. Es la misma confianza que inspiró a Robert Schuman, consciente de que “la contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas”.[6] Es la misma confianza que podemos tener nosotros, a partir de valores compartidos y arraigados en la historia y en la cultura de esta tierra.

Por tanto, ¿qué Europa soñamos para el futuro? ¿En qué consiste su contribución original? En el mundo actual, no se trata de recuperar una hegemonía política o una centralidad geográfica, ni se trata de elaborar soluciones innovadoras a los problemas económicos y sociales. La originalidad europea está sobre todo en su concepción del hombre y de la realidad; en su capacidad de iniciativa y en su solidaridad dinámica.

Sueño, entonces, una Europa amiga de la persona y de las personas. Una tierra donde sea respetada la dignidad de todos, donde la persona sea un valor en sí y no el objeto de un cálculo económico o una mercancía. Una tierra que cuide la vida en todas sus etapas, desde que surge invisible en el seno materno hasta su fin natural, porque ningún ser humano es dueño de la vida, sea propia o ajena. Una tierra que favorezca el trabajo como medio privilegiado para el crecimiento personal y para la edificación del bien común, creando fuentes de empleo especialmente para los más jóvenes. Ser amigos de la persona significa colaborar con su instrucción y su desarrollo cultural. Significa proteger al que es más frágil y débil, especialmente a los ancianos, los enfermos que necesitan tratamientos costosos y las personas con discapacidad. Ser amigos de la persona significa tutelar los derechos, pero también señalar los deberes. Significa recordar que cada uno está llamado a ofrecer la propia contribución a la sociedad, porque ninguno es un universo cerrado en sí mismo y no se puede exigir respeto para sí, sin respeto por los demás; no se puede recibir si al mismo tiempo no se está dispuesto a dar.

Sueño una Europa que sea una familia y una comunidad. Un lugar que sepa valorar las peculiaridades de todas las personas y los pueblos, sin olvidar que estos están unidos por responsabilidades comunes. Ser familia significa vivir la unidad teniendo en cuenta la diversidad, a partir de la diferencia fundamental entre hombre y mujer. En este sentido, Europa es una auténtica familia de pueblos, distintos entre sí, pero sin embargo unidos por una historia y un destino común. Los últimos años, y aún más la pandemia, han demostrado que nadie puede salir adelante solo y que un cierto modo individualista de entender la vida y la sociedad lleva solamente al desánimo y a la soledad. Todo ser humano aspira a ser parte de una comunidad, es decir, de una realidad más grande que lo trasciende y que da sentido a su individualidad. Una Europa dividida, compuesta de realidades solitarias e independientes, fácilmente se encontrará incapaz de hacer frente a los desafíos del futuro. En cambio, una Europa comunidad, solidaria y fraterna, sabrá aprovechar las diferencias y el aporte de cada uno para afrontar juntos las cuestiones que le esperan, comenzando por la pandemia, pero también por el desafío ecológico, que no se limita sólo a la protección de los recursos naturales y a la calidad del ambiente en que vivimos. Se trata de elegir entre un modelo de vida que descarta personas y cosas, y uno inclusivo que valora lo creado y a las criaturas.

Sueño una Europa solidaria y generosa. Un lugar acogedor y hospitalario, donde la caridad —que es la mayor virtud cristiana— venza toda forma de indiferencia y egoísmo. La solidaridad es expresión fundamental de toda comunidad y exige que cada uno se haga cargo del otro. Ciertamente hablamos de una “solidaridad inteligente” que no se limite solamente a asistir las necesidades fundamentales en casos puntuales.

Ser solidarios significa guiar al más débil por un camino de crecimiento personal y social, para que un día este pueda a su vez ayudar a los demás. Como un buen médico, que no se limita a suministrar una medicina, sino que acompaña al paciente hasta la recuperación total.

Ser solidarios implica hacerse prójimos. Para Europa significa particularmente hacerse disponible, cercana y diligente para sostener —a través de la cooperación internacional— a los otros continentes —pienso especialmente en África—, de modo que se resuelvan los conflictos en curso y se ponga en marcha un desarrollo humano sostenible.

Además, la solidaridad se nutre de gratuidad y engendra gratitud. Y la gratitud nos lleva a mirar al otro con amor; pero cuando nos olvidamos de agradecer por los beneficios recibidos, somos más propensos a cerrarnos en nosotros mismos y a vivir con miedo a todo lo que nos rodea y es diferente a nosotros.

Lo vemos en los numerosos temores que atraviesan nuestras sociedades actuales, entre los que no puedo callar el recelo respecto a los migrantes. Sólo una Europa que sea comunidad solidaria puede hacer frente a este desafío de forma provechosa, mientras que las soluciones parciales ya han demostrado su insuficiencia. Es evidente, en efecto, que la necesaria acogida de los migrantes no puede limitarse a simples operaciones de asistencia al que llega, a menudo escapando de conflictos, hambre o desastres naturales, sino que debe consentir su integración para que puedan “conocer, respetar y también asimilar la cultura y las tradiciones de la nación que los acoge”.[7]

Sueño una Europa sanamente laica, donde Dios y el César sean distintos, pero no contrapuestos. Una tierra abierta a la trascendencia, donde el que es creyente sea libre de profesar públicamente la fe y de proponer el propio punto de vista en la sociedad. Han terminado los tiempos de los confesionalismos, pero —se espera— también el de un cierto laicismo que cierra las puertas a los demás y sobre todo a Dios,[8] porque es evidente que una cultura o un sistema político que no respete la apertura a la trascendencia, no respeta adecuadamente a la persona humana.

Los cristianos tienen hoy una gran responsabilidad: como la levadura en la masa, están llamados a despertar la conciencia de Europa, para animar procesos que generen nuevos dinamismos en la sociedad.[9] Los exhorto, pues, a comprometerse con valentía y determinación a ofrecer su colaboración en cada ámbito donde viven y trabajan.

Señor Cardenal:

Estas breves palabras nacen de mi solicitud de Pastor y de la certeza de que Europa aún tiene mucho que dar al mundo. No tienen, por tanto, otra pretensión que la de ser un aporte personal a la reflexión tan necesaria sobre su futuro. Le agradecería si puede compartir su contenido en los diálogos que tendrá usted los próximos días con las Autoridades europeas y con los miembros de la COMECE, que exhorto a colaborar con espíritu de comunión fraterna con todos los obispos del continente, reunidos en el Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE). Le ruego que lleve a cada uno mi saludo personal y el signo de mi cercanía a los pueblos que representan. Sus encuentros serán ciertamente una ocasión propicia para profundizar las relaciones de la Santa Sede con la Unión Europea y con el Consejo de Europa, y para confirmar a la Iglesia en su misión evangelizadora y en su servicio al bien común.

Que no le falte a nuestra querida Europa la protección de sus santos Patronos: san Benito, los santos Cirilo y Metodio, santa Brígida, santa Catalina y santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), hombres y mujeres que por amor al Señor han trabajado sin cesar en el servicio de los más pobres y en favor del desarrollo humano, social y cultural de todos los pueblos europeos.

Mientras me encomiendo a sus oraciones y a las de cuantos tendrá ocasión de encontrar durante su viaje, le pido que lleve a todos mi Bendición.

 

Vaticano, 22 de octubre de 2020,

memoria de san Juan Pablo II.

 FRANCISCO

[1] Estatuto de la COMECE, art. 1.

[2] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 228.

[3] Ibíd.

[4] Carta. enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 11.

[5] 9 noviembre 1982, 4.

[6] Declaración Schuman, París, 9 mayo 1950.

[7] Discurso a los participantes en la Conferencia “Repensando Europa” (28 octubre 2017).

[8] Cf. Entrevista al semanario católico belga “Tertio” (7 diciembre 2016).

[9] Discurso a los participantes en la Conferencia “Repensando Europa”.

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