Viaje a Egipto: El Papa llega a la Universidad de Al-Azhar
El
principal punto de referencia de la mayoría mundo islámico
(Ciudad
del Vaticano, 28 Abr. 2017).- El papa Francisco llegó a la
Universidad de Al-Azar en donde concluye hoy el ‘Global
Peace Conference‘,
con la participación de unos 200 líderes religiosos del mundo.
En
el Conference center, a unos 8 kilómetros del Palacio presidencia,
el Santo Padre tuvo un discurso en la conferencia internacional sobre
la paz.
Después
de las palabras del gran imam de la Universidad de
Al-Azhar, Ahmed Al Tayyeb, el papaFrancisco de dirigió a
un auditorio con una platea con gran diversidad
de vestidos y hábitos y sobre todo de personas de religión
islámica de diversas corrientes.
El
Santo Padre inició con las palabras ¡Al
Salamò Alaikum!,
La paz sea con vosotros. Recordó que la diversidad es un don, que no
se trata de fingir para agradar a los otros pero de respetarlos en su
identidad. Invitó a eliminar las justificaciones a la violencia,
porque la violencia es la negación de la auténtica religiosidad. Y
que como responsables religiosos es necesario desenmascarar la
violencia y las violaciones. Porque Dios es santo y es Dios de paz.
Solo la paz es santa y ninguna violencia puede ser realizada en
nombre de Dios. El Papa fue aplaudido diversas veces durante
sus palabras.
La
mezquita de Al-Azhar es las más importantes del mundo islámico.
Fundada en el año 970, después se volvió un importante centro de
instrucción religiosa y hoy es una universidad con más de 300 mil
inscritos de todos los países del mundo.
El
papa Francisco es el segundo pontífice que encuentra a un gran imán
de Al-Azhar, después de que san Juan Pablo II tuvo un encuentro el
24 de febrero del 2000, con Muhammad Sayyid Tantawi.
A
partir de allí se instituyó un comité mixto para el dialogo,
creado por Al-Azhar con las religiones monoteístas, y con el Consejo
pontificio para le diálogo interreligioso.
Texto completo de las palabras del papa Francisco en la Universidad de Al-Azhar
Al Salamò
Alaikum! (La paz sea con vosotros).
Es para
mí un gran regalo estar aquí, en este lugar, y comenzar mi visita a
Egipto encontrándome con vosotros en el ámbito de esta Conferencia
Internacional para la Paz.
Agradezco
al Gran Imán por haberla proyectado y organizado, y por su
amabilidad al invitarme. Quisiera compartir algunas reflexiones,
tomándolas de la gloriosa historia de esta tierra, que a lo largo de
los siglos se ha manifestado al mundo como tierra de civilización y
tierra de alianzas.
Tierra de
civilización. Desde la antigüedad, la civilización que surgió en
las orillas del Nilo ha sido sinónimo de cultura. En Egipto ha
brillado la luz del conocimiento, que ha hecho germinar un patrimonio
cultural de valor inestimable, hecho de sabiduría e ingenio, de
adquisiciones matemáticas y astronómicas, de admirables figuras
arquitectónicas y artísticas. La búsqueda del conocimiento y la
importancia de la educación han sido iniciativas que los antiguos
habitantes de esta tierra han llevado a cabo produciendo un gran
progreso. Se trata de iniciativas necesarias también para el futuro,
iniciativas de paz y por la paz, porque no habrá paz sin una
adecuada educación de las jóvenes generaciones.
Y no
habrá una adecuada educación para los jóvenes de hoy si la
formación que se les ofrece no es conforme a la naturaleza del
hombre, que es un ser abierto y relacional.
La
educación se convierte de hecho en sabiduría de vida cuando
consigue que el hombre, en contacto con Aquel que lo trasciende y con
cuanto lo rodea, saque lo mejor de sí mismo, adquiriendo una
identidad no replegada sobre sí misma. La sabiduría busca al otro,
superando la tentación de endurecerse y encerrarse; abierta y en
movimiento, humilde y escudriñadora al mismo tiempo, sabe valorizar
el pasado y hacerlo dialogar con el presente, sin renunciar a una
adecuada hermenéutica.
Esta
sabiduría favorece un futuro en el que no se busca la prevalencia de
la propia parte, sino que se mira al otro como parte integral de sí
mismo; no deja, en el presente, de identificar oportunidades de
encuentro y de intercambio; del pasado, aprende que del mal sólo
viene el mal y de la violencia sólo la violencia, en una espiral que
termina aislando. Esta sabiduría, rechazando toda ansia de
injusticia, se centra en la dignidad del hombre, valioso a los ojos
de Dios, y en una ética que sea digna del hombre, rechazando el
miedo al otro y el temor de conocer a través de los medios con los
que el Creador lo ha dotado.1
Precisamente
en el campo del diálogo, especialmente interreligioso, estamos
llamados a caminar juntos con la convicción de que el futuro de
todos depende también del encuentro entre religiones y culturas. En
este sentido, el trabajo del Comité mixto para el Diálogo entre el
Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso y el Comité de
Al-Azhar para el Diálogo representa un ejemplo concreto y alentador.
El diálogo puede ser favorecido si se conjugan bien tres
indicaciones fundamentales: el deber de la identidad, la valentía de
la alteridad y la sinceridad de las intenciones.
El deber
de la identidad, porque no se puede entablar un diálogo real sobre
la base de la ambigüedad o de sacrificar el bien para complacer al
otro. La valentía de la alteridad, porque al que es diferente,
cultural o religiosamente, no se le ve ni se le trata como a un
enemigo, sino que se le acoge como a un compañero de ruta, con la
genuina convicción de que el bien de cada uno se encuentra en el
bien de todos. La sinceridad de las intenciones, porque el diálogo,
en cuanto expresión auténtica de lo humano, no es una estrategia
para lograr segundas intenciones, sino el camino de la verdad, que
merece serlos creyentes, estamos llamados a ofrecer nuestra
aportación: «Vivimos bajo el sol de un único Dios misericordioso.
[…] Así, en el verdadero sentido podemos llamarnos, los unos a los
otros, hermanos y hermanas […], porque sin Dios la vida del hombre
sería como el cielo sin el sol».2
Salga
pues el sol de una renovada hermandad en el nombre de Dios; y de esta
tierra, acariciada por el sol, despunte el alba de una civilización
de la paz y del encuentro. Que san Francisco de Asís, que hace ocho
siglos vino a Egipto y se encontró con el Sultán Malik al Kamil,
interceda por esta intención.
Tierra de
alianzas. Egipto no sólo ha visto amanecer el sol de la sabiduría,
sino que su tierra ha sido también iluminada por la luz multicolor
de las religiones. Aquí, a lo largo de los siglos, las diferencias
de religión han constituido «una forma de enriquecimiento mutuo del
servicio a la única comunidad nacional».3
Creencias
religiosas diferentes se han encontrado y culturas diversas se han
mezclado sin confundirse, reconociendo la importancia de aliarse para
el bien común. Alianzas de este tipo son cada vez más urgentes en
la actualidad. Para hablar de ello, me gustaría utilizar como
símbolo el «Monte de la Alianza» que se yergue en esta tierra.
El Sinaí
nos recuerda, en primer lugar, que una verdadera alianza en la tierra
no puede prescindir del Cielo, que la humanidad no puede pretender
encontrar la paz excluyendo a Dios de su horizonte, ni tampoco puede
tratar de subir la montaña para apoderarse de Dios (cf. Ex 19,12).
Se trata
de un mensaje muy actual, frente a esa peligrosa paradoja que
persiste en nuestros días, según la cual por un lado se tiende a
reducir la religión a la esfera privada, sin reconocerla como una
dimensión constitutiva del ser humano y de la sociedad y, por el
otro, se confunden la esfera religiosa y la política sin
distinguirlas adecuadamente.
Existe el
riesgo de que la religión acabe siendo absorbida por la gestión de
los asuntos temporales y se deje seducir por el atractivo de los
poderes mundanos que en realidad sólo quieren instrumentalizarla. En
un mundo en el que se han globalizado muchos instrumentos técnicos
útiles, pero también la indiferencia y la negligencia, y que corre
a una velocidad frenética, difícil de sostener, se percibe la
nostalgia de las grandes cuestiones sobre el sentido de la vida, que
las religiones saben promover y que suscitan la evocación de los
propios orígenes: la vocación del hombre, que no ha sido creado
para consumirse en la precariedad de los asuntos terrenales sino para
encaminarse hacia el Absoluto al que tiende.
Por
estas razones, sobre todo hoy, la religión no es un problema sino
parte de la solución: contra la tentación de acomodarse en una vida
sin relieve, donde todo comienza y termina en esta tierra, nos
recuerda que es necesario elevar el ánimo hacia lo Alto para
aprender a construir la ciudad de los hombres.
En este
sentido, volviendo con la mente al Monte Sinaí, quisiera referirme a
los mandamientos que se promulgaron allí antes de ser escritos en la
piedra.4 En el corazón de las «diez palabras» resuena, dirigido a
los hombres y a los pueblos de todos los tiempos, el mandato «no
matarás» (Ex 20,13).
Dios, que
ama la vida, no deja de amar al hombre y por ello lo insta a
contrastar el camino de la violencia como requisito previo
fundamental de toda alianza en la tierra. Siempre, pero sobre todo
ahora, todas las religiones están llamadas a poner en práctica este
imperativo, ya que mientras sentimos la urgente necesidad de lo
Absoluto, es indispensable excluir cualquier absolutización que
justifique cualquier forma de violencia. La violencia, de hecho, es
la negación de toda auténtica religiosidad.
Como
líderes religiosos estamos llamados a desenmascarar la violencia que
se disfraza de supuesta sacralidad, apoyándose en la absolutización
de los egoísmos antes que en una verdadera apertura al Absoluto.
Estamos obligados a denunciar las violaciones que atentan contra la
dignidad humana y contra los derechos humanos, a poner al descubierto
los intentos de justificar todas las formas de odio en nombre de las
religiones y a condenarlos como una falsificación idolátrica de
Dios: su nombre es santo, él es el Dios de la paz, Dios salam. 5
Por
tanto, sólo la paz es santa y ninguna violencia puede ser perpetrada
en nombre de Dios porque profanaría su nombre. Juntos, desde esta
tierra de encuentro entre el cielo y la tierra, de alianzas entre los
pueblos y entre los creyentes, repetimos un «no» alto y claro a
toda forma de violencia, de venganza y de odio cometidos en nombre de
la religión o en nombre de Dios. Juntos afirmamos la
incompatibilidad entre la fe y la violencia, entre creer y odiar.
Juntos
declaramos el carácter sagrado de toda vida humana frente a
cualquier forma de violencia física, social, educativa o
psicológica. La fe que no nace de un corazón sincero y de un amor
auténtico a Dios misericordioso es una forma de pertenencia
convencional o social que no libera al hombre, sino que lo aplasta.
Digamos juntos: Cuanto más se crece en la fe en Dios, más se crece
en el amor al prójimo.
Sin
embargo, la religión no sólo está llamada a desenmascarar el mal
sino que lleva en sí misma la vocación a promover la paz,
probablemente hoy más que nunca.6
Sin caer
en sincretismos conciliadores,7 nuestra tarea es la de rezar
los unos por los otros, pidiendo a Dios el don de la paz,
encontrarnos, dialogar y promover la armonía con un espíritu de
cooperación y amistad. Como cristianos «no podemos invocar a Dios,
Padre de todos los hombres, si nos negamos a conducirnos
fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios».8
Más aún,
reconocemos que inmersos en una lucha constante contra el mal, que
amenaza al mundo para que «no sea ya ámbito de una auténtica
fraternidad», «a los que creen en la caridad divina les da la
certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y
esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas
inútiles».9
Por el
contrario, son esenciales: En realidad, no sirve de mucho levantar la
voz y correr a rearmarse para protegerse: hoy se necesitan
constructores de paz, no provocadores de conflictos; bomberos y no
incendiarios; predicadores de reconciliación y no vendedores de
destrucción.
Asistimos
perplejos al hecho de que, mientras por un lado nos alejamos de la
realidad de los pueblos, en nombre de objetivos que no tienen en
cuenta a nadie, por el otro, como reacción, surgen populismos
demagógicos que ciertamente no ayudan a consolidar la paz y la
estabilidad.
Ninguna
incitación a la violencia garantizará la paz, y cualquier acción
unilateral que no ponga en marcha procesos constructivos y
compartidos, en realidad, sólo beneficia a los partidarios del
radicalismo y de la violencia.
Para
prevenir los conflictos y construir la paz es esencial trabajar para
eliminar las situaciones de pobreza y de explotación, donde los
extremismos arraigan fácilmente, así como evitar que el flujo de
dinero y armas llegue a los que fomentan la violencia. Para ir más a
la raíz, es necesario detener la proliferación de armas que, si se
siguen produciendo y comercializando, tarde o temprano llegarán a
utilizarse.
Sólo
sacando a la luz las turbias maniobras que alimentan el cáncer de la
guerra se pueden prevenir sus causas reales. A este compromiso
urgente y grave están obligados los responsables de las naciones, de
las instituciones y de la información, así como también nosotros
responsables de cultura, llamados por Dios, por la historia y por el
futuro a poner en marcha –cada uno en su propio campo– procesos
de paz, sin sustraerse a la tarea de establecer bases para una
alianza entre pueblos y estados. Espero que, con la ayuda de Dios,
esta tierra noble y querida de Egipto pueda responder aún a su
vocación de civilización y de alianza, contribuyendo a promover
procesos de paz para este amado pueblo y para toda la región de
Oriente Medio.
Al Salamò
Alaikum! (La paz esté con vosotros).
NOTAS:
1 «Por
otra parte, una ética de fraternidad y de coexistencia pacífica
entre las personas y entre los pueblos no puede basarse sobre la
lógica del miedo, de la violencia y de la cerrazón, sino sobre la
responsabilidad, el respeto y el diálogo sincero»: Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2017. La no violencia: un estilo de una
política para la paz, 5
2 Juan Pablo II, Discurso a las autoridades musulmanas, Kaduna–Nigeria (14 febrero 1982).
3 Id., Discurso durante la ceremonia de bienvenida, El Cairo (24 febrero 2000).
4 «Fueron escritos en el corazón del hombre como ley moral universal, válida en todo tiempo y en todo lugar». Estos ofrecen la «base auténtica para la vida de las personas, de las sociedades y de las naciones. Hoy, como siempre, son el único futuro de la familia humana. Salvan al hombre de la fuerza destructora del egoísmo, del odio y de la mentira. Señalan todos los falsos dioses que lo esclavizan: el amor a sí mismo que excluye a Dios, el afán de poder y placer que altera el orden de la justicia y degrada nuestra dignidad humana y la de nuestro prójimo»: Id., Homilía en la celebración de la Palabra en al Monte Sinaí, Monasterio de Santa Catalina (26 febrero 2000).
5 Cf. Discurso en la Mezquita Central de Koudoukou, Bangui-República Centroafricana (30 noviembre 2015).
6 «Probablemente más que nunca en la historia ha sido puesto en evidencia ante todos el vínculo intrínseco que existe entre una actitud religiosa auténtica y el gran bien de la paz» (Juan Pablo II, Discurso a los Representantes de las Iglesias y de Comunidades eclesiales cristianas y de las religiones mundiales, Asís (27 octubre 1986). 7 Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 251. 8 Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Nostra aetate, 5. 9 Id., Const. past. Gaudium et spes, 37-38.
29.04.17
Viaje a Egipto:
Texto completo de la homilía del papa Francisco en el estadio de la Aeronáutica
De
nada sirve llenar iglesias si nuestros corazones están vacíos del
temor de Dios y de su presencia
(Roma,
29 Abr. 2017).- El papa Francisco celebró hoy en el Estadio de la
Aeronáutica militar, la santa misa. Es el segundo y último día de
su viaje apostólico a Egipto, y la eucaristía celebrada en un
sábado por la mañana fue válida para el precepto dominical. A
continuación la homilía del Santo Padre.
Al
Salamò Alaikum /
La paz sea con vosotros.
Hoy, III
domingo de Pascua, el Evangelio nos habla del camino que hicieron los
dos discípulos de Emaús tras salir de Jerusalén. Un Evangelio que
se puede resumir en tres palabras: muerte, resurrección y vida.
Muerte:
los dos discípulos regresan a sus quehaceres cotidianos, llenos de
desilusión y desesperación. El Maestro ha muerto y por tanto es
inútil esperar. Estaban desorientados, confundidos y desilusionados.
Su camino es un volver atrás; es alejarse de la dolorosa experiencia
del Crucificado. La crisis de la Cruz, más bien el «escándalo» y
la «necedad» de la Cruz (cf. 1 Co 1,18; 2,2), ha terminado por
sepultar toda esperanza. Aquel sobre el que habían construido su
existencia ha muerto y, derrotado, se ha llevado consigo a la tumba
todas sus aspiraciones.
No podían
creer que el Maestro y el Salvador que había resucitado a los
muertos y curado a los enfermos pudiera terminar clavado en la cruz
de la vergüenza. No podían comprender por qué Dios Omnipotente no
lo salvó de una muerte tan infame. La cruz de Cristo era la cruz de
sus ideas sobre Dios; la muerte de Cristo era la muerte de todo lo
que ellos pensaban que era Dios. De hecho, los muertos en el sepulcro
de la estrechez de su entendimiento.
Cuantas
veces el hombre se auto paraliza, negándose a superar su idea de
Dios, de un dios creado a imagen y semejanza del hombre; cuantas
veces se desespera, negándose a creer que la omnipotencia de Dios no
es la omnipotencia de la fuerza o de la autoridad, sino solamente la
omnipotencia del amor, del perdón y de la vida.
Los
discípulos reconocieron a Jesús «al partir el pan», en la
Eucarística. Si nosotros no quitamos el velo que oscurece nuestros
ojos, si no rompemos la dureza de nuestro corazón y de nuestros
prejuicios nunca podremos reconocer el rostro de Dios.
Resurrección:
en la oscuridad de la noche más negra, en la desesperación más
angustiosa, Jesús se acerca a los dos discípulos y los acompaña en
su camino para que descubran que él es «el camino, la verdad y la
vida» (Jn 14,6). Jesús trasforma su desesperación en vida, porque
cuando se desvanece la esperanza humana comienza a brillar la divina:
«Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc
18,27; cf. 1,37).
Cuando el
hombre toca fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad,
cuando se despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser
autosuficiente, de ser el centro del mundo, Dios le tiende la mano
para transformar su noche en amanecer, su aflicción en alegría, su
muerte en resurrección, su camino de regreso en retorno a Jerusalén,
es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz (cf. Hb
11,34).
Los dos
discípulos, de hecho, luego de haber encontrado al Resucitado,
regresan llenos de alegría, confianza y entusiasmo, listos para dar
testimonio. El Resucitado los ha hecho resurgir de la tumba de su
incredulidad y aflicción. Encontrando al Crucificado-Resucitado han
hallado la explicación y el cumplimiento de las Escrituras, de la
Ley y de los Profetas; han encontrado el sentido de la aparente
derrota de la Cruz.
Quien no
pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a la Verdad
de la resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación. De
hecho, no podemos encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra
pobre concepción de un dios que sólo refleja nuestro modo de
comprender la omnipotencia y el poder.
Vida: el
encuentro con Jesús resucitado ha transformado la vida de los dos
discípulos, porque el encuentro con el Resucitado transforma la vida
entera y hace fecunda cualquier esterilidad (cf. Benedicto XVI,
Audiencia General, 11 abril 2007). En efecto, la Resurrección no es
una fe que nace de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que nace de
la fe en la Resurrección.
Dice san
Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y
vana también vuestra fe» (1 Co 15,14). El Resucitado desaparece de
su vista, para enseñarnos que no podemos retener a Jesús en su
visibilidad histórica: «Bienaventurados los que crean sin haber
visto» (Jn 20,29 y cf. 20,17). La Iglesia debe saber y creer que él
está vivo en ella y que la vivifica con la Eucaristía, con la
Escritura y con los Sacramentos. Los discípulos de Emaús
comprendieron esto y regresaron a Jerusalén para compartir con los
otros su experiencia. «Hemos visto al Señor […]. Sí, en verdad
ha resucitado» (cf. Lc 24,32).
La
experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada
sirve llenar de gente los lugares de culto si nuestros corazones
están vacíos del temor de Dios y de su presencia; de nada sirve
rezar si nuestra oración que se dirige a Dios no se transforma en
amor hacia el hermano; de nada sirve tanta religiosidad si no está
animada al menos por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las
apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón (cf. 1 S 16,7) y
detesta la hipocresía (cf. Lc 11,37-54; Hch 5,3-4).[1] Para Dios, es
mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita.
La
verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más
misericordiosos, más honestos y más humanos; es la que anima los
corazones para llevarlos a amar a todos gratuitamente, sin distinción
y sin preferencias, es la que nos hace ver al otro no como a un
enemigo para derrotar, sino como a un hermano para amar, servir y
ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la
cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad;
nos da la valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a
quien ha caído; a vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene
hambre, a visitar al encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de
beber al sediento; a socorrer a los ancianos y a los necesitados (cf.
Mt 25,31-45).
La
verdadera fe es la que nos lleva a proteger los derechos de los
demás, con la misma fuerza y con el mismo entusiasmo con el que
defendemos los nuestros. En realidad, cuanto más se crece en la fe y
más se conoce, más se crece en la humildad y en la conciencia de
ser pequeño.
Queridos
hermanos y hermanas:
A Dios
sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único
extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad.
Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada.
Ahora,
como los discípulos de Emaús, regesen a vuestra Jerusalén, es
decir, a vuestra vida cotidiana, a vuestras familias, a vuestro
trabajo y a vuestra patria llenos de alegría, de valentía y de fe.
No tengan miedo a abrir vuestro corazón a la luz del Resucitado y
dejen que él transforme vuestras incertidumbres en fuerza positiva
para vosotros y para los demás.
No tengan
miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza
y el tesoro del creyente.
La Virgen
María y la Sagrada Familia, que vivieron en esta bendita tierra,
iluminen nuestros corazones y les bendiga y al amado Egipto que, en
los albores del cristianismo, acogió la evangelización de san
Marcos y ha dado a lo largo de la historia numerosos mártires y una
gran multitud de santos y santas.
‘Al
Massih Kam, Bilhakika kam’ (Cristo ha Resucitado. Verdaderamente ha
Resucitado). 30.04.17
Egipto: el Papa ora por la paz de este país “acogedor”
Después
de su viaje de dos días (28-29 de abril)
(Plaza
San Pedro). – Después
de dos días en Egipto el viernes 28 y el sábado 30 de abril, el
papa Francisco ha querido orar de nuevo por el país este 30 de abril
de 2017, antes de la oración mariana del domingo, el Regina Coeli
del tiempo de pascua, diciendo: “Juntos , nos dirigimos a María
nuestra Madre. Le damos gracias en particular por el viaje apostólico
a Egipto, que acabo de hacer. Le pido al Señor que bendiga a todo el
pueblo egipcio, tan acogedor, a las autoridades y a los fieles
cristianos y musulmanes, y que de la paz a este país”.
Encuentro con el clero, religiosos, religiosas y seminaristas
El
Papa da 7 consejos de vida espiritual después de la oración en el
seminario de Maadi
(Roma,
29 Abr. 2017).- Después de la misa celebrada este sábado por la
mañana en el estadio de la aeronáutica militar, en El Cairo, junto
a unas 25 mil personas, el papa Francisco se reunió hacia el medio
día con los obispos egipcios y el séquito papal, junto a quienes
almorzó. Un menú realizado por el chef Carmine Di Luggo, de origen
italiano, quien preparó fideos al pesto y un postre con
dulce de leche argentino.
Poco
después, a las 15:10 el Santo Padre se dirigió al seminario de
Maadi, para un encuentro de oración con el clero,
los religiosos y religiosas, y los seminaristas. Situado en un barrio
residencial en el sur de El Cairo, es el centro de formación de los
futuros sacerdotes de Egipto. El Papa allí saludó a los
directores del seminario y después entró en el gran campo deportivo
en un vehículo abierto y circuló saludando a los fieles que le
esperaban.
Se
rezó el Salmo 121 y se leyó el Evangelio de Mateo, y el Papa
dirigió algunas palabras, en italiano.
El
Pontífice recordó que “veneramos la Santa Cruz, que es signo e
instrumento de nuestra salvación”. Que “quien huye de la Cruz,
escapa de la resurrección”. Y que se trata, por tanto, de creer,
de dar testimonio de la verdad, de sembrar y cultivar sin esperar ver
la cosecha, sin nunca desanimarse, siendo luz y sal de esta sociedad.
Así
les dio siete consejos, para no ceder a la tentaciones siguientes:
dejarse arrastrar y no guiar; quejarse continuamente; la murmuración
y de la envidia; compararse con los demás; el ‘faraonismo’, el
individualismo; de caminar sin rumbo y sin meta. Sabiendo que cuanto
más enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos seremos.
El
Santo Padre al concluir la ceremonia bendijo los hábitos de los
futuros sacerdotes y se renovaron las promesas de la vida
consagrada.
Texto completo del Papa en el encuentro con el clero, religiosos y religiosas en Egipto
Los
siete consejos de vida espiritual que el Papa da en el seminario de
Maadi
Beatitudes,
queridos hermanos y hermanas: Al
Salamò Alaikum! ¡La
paz esté con vosotros!
«Este es
el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Cristo ha vencido para siempre la muerte. Gocemos y alegrémonos en
él». Me siento muy feliz de estar con vosotros en este lugar donde
se forman los sacerdotes, y que simboliza el corazón de la Iglesia
Católica en Egipto.
Con
alegría saludo en vosotros, sacerdotes, consagrados y consagradas de
la pequeña grey católica de Egipto, a la «levadura» que Dios
prepara para esta bendita Tierra, para que, junto con nuestros
hermanos ortodoxos, crezca en ella su Reino (cf. Mt 13,13).
Deseo, en
primer lugar, daros las gracias por vuestro testimonio y por todo el
bien que hacéis cada día, trabajando en medio de numerosos retos y,
a menudo, con pocos consuelos. Deseo también animaros. No tengáis
miedo al peso de cada día, al peso de las circunstancias difíciles
por las que algunos de vosotros tenéis que atravesar.
Nosotros
veneramos la Santa Cruz, que es signo e instrumento de nuestra
salvación. Quien huye de la Cruz, escapa de la resurrección. «No
temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros
el reino» (Lc 12,32).
Se trata,
por tanto, de creer, de dar testimonio de la verdad, de sembrar y
cultivar sin esperar ver la cosecha. De hecho, nosotros cosechamos
los frutos que han sembrado muchos otros hermanos, consagrados y no
consagrados, que han trabajado generosamente en la viña del Señor.
Vuestra
historia está llena de ellos. En medio de tantos motivos para
desanimarse, de numerosos profetas de destrucción y de condena, de
tantas voces negativas y desesperadas, sed una fuerza positiva, sed
la luz y la sal de esta sociedad, la locomotora que empuja el tren
hacia adelante, llevándolo hacia la meta, sed sembradores de
esperanza, constructores de puentes y artífices de diálogo y de
concordia.
Todo esto
será posible si la persona consagrada no cede a las tentaciones que
encuentra cada día en su camino. Me gustaría destacar algunas
significativas.
Ustedes
oas conocen porque estas tentaciones fueron bien descriptas por los
primeros monjes de Egitpo
- La tentación de dejarse arrastrar y no guiar. El Buen Pastor tiene el deber de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de conducirla hacia verdes prados y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar por la desilusión y el pesimismo: «Pero, ¿qué puedo hacer yo?». Está siempre lleno de iniciativas y creatividad, como una fuente que sigue brotando incluso cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de consuelo, aun cuando su corazón está roto. Saber ser padre cuando los hijos lo tratan con gratitud, pero sobre todo cuando no son agradecidos (cf. Lc 15,11-32). Nuestra fidelidad al Señor no puede depender nunca de la gratitud humana: «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18).2. La tentación de quejarse continuamente. Es fácil culpar siempre a los demás: por las carencias de los superiores, las condiciones eclesiásticas o sociales, por las pocas posibilidades. Sin embargo, el consagrado es aquel que con la unción del Espíritu transforma cada obstáculo en una oportunidad, y no cada dificultad en una excusa. Quien anda siempre quejándose en realidad no quiere trabajar. Por eso el Señor, dirigiéndose a los pastores, dice: «fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes» (Hb 12,12; cf. Is 35,3).3. La tentación de la murmuración y de la envidia. Y esta es fea. El peligro es grave cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los pequeños a crecer y de regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se deja dominar por la envidia y se convierte en uno que hiere a los demás con la murmuración. Cuando, en lugar de esforzarse en crecer, se pone a destruir a los que están creciendo, y cuando en lugar de seguir los buenos ejemplos, los juzga y les quita su valor. La envidia es un cáncer que destruye en poco tiempo cualquier organismo: «Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir» (Mc 3,24-25). De hecho, «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2,24). Y la murmuración es el instrumento y el arma.4. La tentación de compararse con los demás. La riqueza se encuentra en la diversidad y en la unicidad de cada uno de nosotros. Compararnos con los que están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el resentimiento, compararnos con los que están peor, nos lleva, a menudo, a caer en la soberbia y en la pereza. Quien tiende siempre a compararse con los demás termina paralizado. Aprendamos de los santos Pedro y Pablo a vivir la diversidad de caracteres, carismas y opiniones en la escucha y docilidad al Espíritu Santo.5. La tentación del «faraonismo», Estamos en Egipto. Es decir, de endurecer el corazón y cerrarlo al Señor y a los demás. Es la tentación de sentirse por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de tener la presunción de dejarse servir en lugar de servir. Es una tentación común que aparece desde el comienzo entre los discípulos, los cuales —dice el Evangelio— «por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9,34). El antídoto a este veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).6. La tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho egipcio: «Después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se justifican. La Iglesia es la comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo, donde la salvación de un miembro está vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co 12,12-27; Lumen gentium,7). El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de conflicto. 7. La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. El consagrado pierde su identidad y acaba por no ser «ni carne ni pescado». Vive con el corazón dividido entre Dios y la mundanidad. Olvida su primer amor (cf. Ap 2,4). En realidad, el consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra identidad como hijos de la Iglesia es la de ser coptos —es decir, arraigados en vuestras nobles y antiguas raíces— y ser católicos —es decir, parte de la Iglesia una y universal—: como un árbol que cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el cielo. Queridos consagrados, hacer frente a estas tentaciones no es fácil, pero es posible si estamos injertados en Jesús: «Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15,4). Cuanto más enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos seremos.Así el consagrado conservará la maravilla, la pasión del primer encuentro, la atracción y la gratitud en su vida con Dios y en su misión. La calidad de nuestra consagración depende de cómo sea nuestra vida espiritual. Egipto ha contribuido a enriquecer a la Iglesia con el inestimable tesoro de la vida monástica.Les exhorto, por tanto, a sacar provecho del ejemplo de san Pablo el eremita, de san Antonio Abad, de los santos Padres del desierto y de los numerosos monjes que con su vida y ejemplo han abierto las puertas del cielo a muchos hermanos y hermanas; de este modo, también serán sal y luz, es decir, motivo de salvación para vosotros mismos y para todos los demás, creyentes y no creyentes y, especialmente, para los últimos, los necesitados, los abandonados y los descartados.Que la Sagrada Familia les proteja y les bendiga a todos, a vuestro País y a todos sus habitantes. Desde el fondo de mi corazón deseo a cada uno de vosotros lo mejor, y a través de vosotros saludo a los fieles que Dios ha confiado a vuestro cuidado. Que el Señor les conceda los frutos de su Espíritu Santo: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5,22-23). Los tendré siempre presentes en mi corazón y en mis oraciones. Ánimo y adelante, guiados por el Espíritu Santo. «Este es el día en que actúo el Señor, sea nuestra alegría». Y por favor, no se olviden de rezar por mí. 01.05.17
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