50 AÑOS DEL CONCILIO
VATICANO II.
EL
ESPÍRITU MÁS ALLÁ DE LA LETRA.
José Arregui
Club Diario de Mallorca
09.octubre.2012
1.- 50 años después
Yo era un novicio franciscano de
16 anos en el convento de Zarautz, cuando adquirí los documentos del Vaticano
II. Era el año 1969. ¡Cuánto han cambiado las cosas desde aquel noviciado!
Aquellas 500 pesetas hoy serían 3 euros, pero entonces era el sueldo de 20
horas de trabajo. Entonces éramos 21 novicios en la sola provincia franciscana
de Arantzazu; hoy, en el noviciado común de las ocho provincias franciscanas
juntas del Estado español, apenas cuentan con un novicio por año. Acababa de
pasar Mayo 68 y un mundo nuevo ya estaba emergiendo con fuerza, pero a la gran mayoría
de los franciscanos nos era todavía totalmente ajeno. Ya estaban también
abriéndose paso, entre dudas y grandes obstáculos, una nueva iglesia y una
nueva teología, la teología y la
Iglesia del Vaticano II, pero la mayoría de los cristianos
del País Vasco (y de España) estábamos aun muy lejos de asimilarlas. Y eso que
hacía más de tres años que había concluido el Concilio Vaticano II, y sus
documentos en español iban ya por la 6ª edición...
Algunos, sin embargo —no pocos—
apuntaban ya mucho más allá del Vaticano II. Hacía tres años que el episcopado
holandés —¡el episcopado en pleno de uno de los países pioneros de Europa!— había
publicado el famoso Nuevo Catecismo para
Adultos conocido como "Catecismo Holandés”, que la Editorial Herder
traduciría al español aquel mismo año de mi noviciado. Un Catecismo que proponía
la reinterpretación desmitologizada de los dogmas tradicionales: el pecado
original, la concepción virginal, la divinidad de Jesús, la expiación, la transubstanciación,
la Inmaculada Concepción,
la infalibilidad y el primado del papa. .. La historia que siguió es de sobra
conocida: Pablo VI declaró estar "perplejo" ante dicho Catecismo y obligó
a los obispos holandeses a añadir un apéndice correctivo.
Hoy seria inimaginable que toda
una conferencia episcopal del país que fuera
publicara un texto semejante al Catecismo Holandés de hace 49 años. ..
Pero es indispensable que la iglesia institucional recupere aquellas vetas de renovación
eclesial y teológica que algunos adelantados abrieron antes, durante y después
del Concilio: Congar, Häring, Rahner, Schillebeeckx, Küng. .. y el episcopado
holandés y su Catecismo. Ahora bien, ellos nunca pretendieron decir la última
palabra de la teología. Hoy no bastaría, pues, con repetirles. Tendríamos que
prolongar su impulso y su Libertad de Espíritu, y seguir haciendo lo que ellos
quisieron hacer: vivir y anunciar el Evangelio de Jesús en un mundo que cambia.
50 años después, la melodía y la
letra vuelven a ser muy distintas. Solo 15 años después del Concilio, se impuso
un nuevo rumbo a la barca eclesial. La iglesia institucional católica vuelve a
estar muy lejos del mundo, muy lejos de los hombres y de las mujeres de hoy, de
sus gozos y angustias. Ha vuelto a condenar al mundo, ha reprobado de nuevo los
pareces y sentires de las gentes de hoy, ha expulsado de su propio seno a
muchos de sus mejores miembros. La involución se puso en marcha hace 33 años,
con el papa Juan Pablo II. Y con Benedicto XVI avanza con mayor ímpetu y
velocidad.
Es decir, avanza el retroceso.
2. Al encuentro del mundo moderno
Trasladémonos por un momento al año
1959. Hacía poco tiempo que Europa, y el mundo con ella, acababan de salir de
la hecatombe de la II Guerra
Mundial. Bien es cierto que a la guerra caliente había sucedido la guerra fría
entre el bloque comunista y el bloque capitalista, que el mundo estaba trágicamente
dividido, que la desdichada historia de los pueblos colonizados saltaba. a los
ojos, que el apocalipsis nuclear era una amenaza muy real y terrible.
Todo eso era verdad, pero un
viento de optimismo recorría el mundo occidental. La modernidad occidental
triunfaba. Al decir "modernidad", se quiere decir en particular:
reconocimiento de los derechos humanos, autonomía o libertad del individuo
humano, sueño de liberación universal, adopción de la razón crítica como criterio
de verdad, fe en la ciencia y en la tecnología, optimismo frente al futuro...
Se pensaba que el futuro pertenecía a esta modernidad. La ciencia y la tecnología
ofrecían un paraíso al alcance de la mano. Los pueblos colonizados luchaban por
su liberación. La libertad parecía posible. La fraternidad y la igualdad
también llegarían a su momento.
¿Y la Iglesia católica? La Iglesia católica parecía
haberse quedado anclada en la
Edad Media. La
Iglesia era el Vaticano y toda su maquinaria, anacrónica y
poderosa. La Iglesia
era el Vaticano, y el Vaticano era un castillo cerrado a cal y canto contra
todos los vientos de la historia, contra de todo Io que sonata a mundo moderno:
la Ilustración,
la Revolución
francesa, las ciencias y las reivindicaciones socialistas...
El Magisterio se había pronunciado
contra la lectura histórico-critica de la Biblia, contra la teoría de la evolución, contra
el ferrocarril, la iluminación con gas, los puentes colgantes, la penicilina...
Descartes, Pascal, la Crítica de la Razón pura de Kant, hasta el Larousse
Dictionnaire... habían sido puestos en el Índice de libros prohibidos y sacrílegos.
En 1864, el papa Pío IX había
elaborado una lista (Syllabus) de 80
errores del mundo moderno que quedaban condenados como doctrinas del diablo: la
separación de Estado-Iglesia (n. 55), la libertad religiosa (n. 77), la
libertad de culto (n. 78), la libertad de expresión y de prensa (n. 79), el
matrimonio civil...
La modernidad era la madre de
todos los males. La Iglesia
católica la condenó firmemente, sin matiz alguno, y se refugió en el Vaticano.
Y, para refugiarse más seguro, revistió al papa de todos los poderes: el
Concilio Vaticano I (1869-1870) había definido como dogma el poder absoluto y
la infalibilidad del papa. Un papa endiosado. El Vaticano era una fortaleza
asediada, pero allí estaba el papa, garantía suprema de la verdad única y del
bien pleno en la tierra.
Claro que la situación se había
hecho insostenible, y muchos teólogos venían reclamando otra postura: era
preciso "arrasar bastiones" (Hans Urs von Balthasar), abrir la Iglesia al mundo moderno,
comprender y anunciar la fe en un lenguaje comprensible. Pero todos los
intentos habían sido sofocados por las condenas vaticanas. Hasta que un buen día,
el 25 de enero de 1959, un anciano y carismático papa, Juan XXIII, anunció inesperadamente
la celebración de un nuevo concilio. Todo el mundo quedó boquiabierto.
Y en su discurso inaugural, el 11
de octubre de 1962, habló contra todos aquellos que clamaban contra el mundo moderno
y los llamó "profetas de calamidades". Dijo:
"En el ejercicio diario de
nuestro ministerio apostólico nos puede ocurrir que percibamos voces de
personas que arden en celo religioso, pero no dan suficiente margen al recto
sentido de las cosas ni al juicio prudente. Creen ver solo males y ruinas en la
situación de la sociedad actual. Repiten constantemente que nuestra época va de
mal en peor en comparación con el pasado.
Se diría que no han aprendido nada
de la historia, que es maestra de la vida, y que en tiempos de anteriores
concilios todo era perfecto en lo concerniente a la doctrina cristiana, a las
costumbres y a la libertad de la Iglesia. Nosotros opinamos de modo muy diferente
que estos profetas de calamidades, que presagian siempre la desgracia como si
fuera inminente la ruina del mundo. Debemos ver, por el contrario, en los
acontecimientos actuales, que parecen traer un nuevo orden a la humanidad, un
plan oculto de la divina providencia (...).
Nuestro deber no es solo conservar
este tesoro valioso, como si únicamente nos ocupáramos de lo antiguo, sino que
queremos acometer con gozo y sin temor la obra que exige nuestro tiempo y
seguir el camino que ha recorrido la
Iglesia desde hace veinte siglos. (. . .). Porque una cosa es
el depósito de la fe o las verdades contenidas en la doctrina sagrada y otra el
modo y estilo de proclamar esas verdades respetando su sentido y significado".
Así empezó el Concilio Vaticano II.
El tono estaba dado. La nueva sinfonía podía empezar. Pero no fue nada fácil,
pues las rémoras y los obstáculos eran inmensos, sobre todo porque las viejas
curias vaticanas seguían teniendo en su mano todos los resortes. Y, justamente,
la preparación del Concilio, la elección de los temas, la elaboración de los
esquemas de base... todo fue confiado a comisiones presididas por las fuerzas más
conservadoras instaladas en esas curias vaticanas. Así, no resultó extraño que
la inmensa mayoría de los esquemas preparatorios respondieran a una teología
premoderna e incluso antimoderna.
Eso no era ninguna sorpresa. Pero
la sorpresa saltó cuando, tras fuertes tensiones y debates entre los padres
conciliares, todos los esquemas, de uno en uno, fueron siendo retirados. Nadie
se lo había esperado.
3. Grandes avances y grandes contradicciones
El Concilio no quiso formular ni
exponer dogmas, sino adaptar y poner al día el lenguaje y las instituciones de la Iglesia. Lo más
urgente no era definir verdades, sino reconciliarse con el mundo contemporáneo,
recuperar la presencia en la sociedad moderna, hacer al mensaje cristiano
comprensible y atractivo, anunciar la buena nueva al mundo nuevo. El mundo no
necesitaba ante todo doctrina, sino más bien aliento, una presencia y una
palabra llena de aliento y consuelo.
Para ello era necesario, ante todo
y sobre todo, mirar al mundo moderno con una enorme simpatía, cordial y mental.
Pero eso requería también una profunda renovación de la teología. Había que
intentarlo al menos. El Concilio lo intentó. Señaló algunos de los avances y
novedades significaban una ruptura con la tradición.
1)
GS (el documento más largo, lo más inspirado y novedoso en conjunto):
"Los gozos y las esperanzas,
las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de
los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y
angustias de los discípulos de Cristo" (Gaudium et Spes 1).
Este punto de partida constituía
un giro copernicano, una actitud radicalmente distinta, nueva, aunque no se
explicitara del todo: la
Iglesia siente su suerte unida a la del mundo; no es el mundo
para la Iglesia,
sino la Iglesia
para el mundo. La Iglesia
no se presenta como madre y maestra, sino ante todo como hermana. Hermana entre
hermanos en un mundo compartido. La
Iglesia también es mundo. He ahí la primera gran novedad del
Concilio: una mirada al mundo llena de simpatía y solidaridad.
2)
Otra de las novedades más sorprendentes e inesperadas del Concilio fue el reconocimiento
de la libertad religiosa y de la libertad de conciencia, condenada 100 años
atrás por Pío IX:
"Este Concilio Vaticano declara
que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad
consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por
parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad human; y
esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar
contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en
público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos” (Dignitatis
Humanae 2).
3)
Esta declaración constituía una quiebra, una clara
ruptura con la tradición eclesiástica de muchos siglos. Y, de hecho, no pocos
obispos del concilio consideraron que el Concilio había incurrido ahí en una herejía,
y amenazaron con el cisma y con un contra-concilio. Todo llegaría (con el
movimiento de Monseñor Lefebvre... hoy en buena parte asimilado por el
Vaticano).
Uno de los textos que resultaron más
difíciles de digerir fue la breve Declaración sobre las religiones no
cristianas. Hoy nos parece claramente insuficiente, pero en aquel momento a
muchos obispos les pareció obra del mismísimo diablo. En su proemio dice:
"Todos los pueblos forman una
comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el
género humano sobre la faz de la tierra, y tienen también un fin último, que es
Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se
extienden a todos, hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa, que será
iluminada por el resplandor de Dios y en la que los pueblos caminarán bajo su
luz" (Nostra Aetale, Proemio).
4)
Algo similar sucedió con algunas otras declaraciones: afirmaciones que hoy nos
parecen demasiado tímidas a muchos parecieron entonces demasiado atrevidas; lo que
hoy nos resulta demasiado conservador entonces resultaba para muchos demasiado innovador.
A pesar de ello, y con gran extrañeza, la mayoría conciliar aprobó muchas tesis
innovadoras.
He aquí las más destacables:
·
La "colegialidad episcopal”
frente al poder absoluto del papa; todos los obispos, incluido el de Roma, tienen
el mismo rango y forman todos juntos un "collegium" o una asociación
de iguales (Lumen Gentium 22).
·
La promoción de los laicos dentro
de la Iglesia
(Apastolicam Actuositatem).
·
La libertad de conciencia y la Libertad religiosa
(Dignitatis humanae).
·
El reconocimiento de las religiones
no cristianas (Nostra Aetate).
·
El reconocimiento de las demás
Iglesias cristianas (Unitatis redintegratio).
·
La aceptación del carácter histórico
de la Biblia
con sus errores y limitaciones (Dei Verbum).
·
La renovación de los rituales litúrgicos,
en particular con la utilización de las lenguas vernáculas.
·
De la mujer, nada...
Ante todas estas novedades, los
obispos de la minoría tradicionalista -en particular los que ocupaban las
curias vaticanas preconciliares- quedaron no solo con la sensación de haber
sido derrotados, sino también con la convicción de que el Concilio había traicionado
la fe verdadera. Algunos quedaron a la espera del momento oportuno para la revancha.
Pero insisto: el Concilio Vaticano
II quedó muy lejos de formular claramente una teología nueva y coherente. No se
puede decir que abogara por un nuevo paradigma teológico. Mas bien, "los
textos conciliares han sido el resultado de la búsqueda de equilibrio y armonía
entre posturas litigantes y contrapuestas" (Santiago Madrigal, Karl Rahner y Joseph Ratzinger. Tras las
huellas del Concilio, Sal Terrae, Santander, 2006, p. 60).
Muchas de las formulaciones
conciliares siguen siendo ambiguas. Y, precisamente, esta ambigüedad o falta de
claridad será ampliamente explotada, durante los pontificados de Juan Pablo II
y Benedicto XVI, por quienes quieren restaurar la vieja teología en vez de
abrir camino a nuevos horizontes. Es justamente lo que está pasando en nuestros
días, desde hace años.
4. El Concilio pronto superado
Una vez concluido el Concilio, la mayoría
de los obispos salieron de él llenos de ánimo y de optimismo, dispuestos a
reconciliarse con la sociedad y la cultura contemporáneas. "Una simpatía inmensa
lo ha penetrado todo", reza el mensaje final del Concilio. Creían que una
gran primavera eclesial estaba apunto de explotar.
Pero mientras la Iglesia emprendía decidida
el camino de reconciliación con la modernidad, un nuevo tiempo y un nuevo
paradigma se abrían paso rápidamente en Europa y en el mundo occidental. Los
movimientos estudiantiles de 1968, aun con todas sus contradicciones,
encendieron las señales de un mundo nuevo. No era fácil, en verdad, advertir
exactamente el rumbo de aquellos movimientos; sea como fuere, la Iglesia no lo advirtió. No
se percató de la gran transformación que se estaba dando en la sociedad moderna
de Europa, es decir, de como la modernidad estaba virando hacia una nueva era
llamada posmodernidad.
"Posmodernidad" no es
tal vez la mejor denominación. También se la llama "transmodernidad",
o "modernidad desarrollada" o “modernidad radical”. Por un lado, los grandes
sueños de la modernidad habían fracasado, como dejaban bien patente las dos
Guerras Mundiales; todas las utopías habían entrado en grave crisis y las dudas
sobre el futuro iban en aumento.
Por otro lado, a medida que las
ciencias se desarrollaban, no crecían las certezas, sino más bien la
incertidumbre: las ciencias, al fin y al cabo, no ofrecían más que una perspectiva
de la realidad, y todas las perspectivas eran cambiantes y parciales, y también
lo eran las mismas ciencias. La televisión ofrecía en directo a todo el mundo
una cantidad de información jamás imaginada (¿qué diremos hoy del Internet, que
se difundió 25 años después y que nos afecta tan de lleno?). La sociedad
europea y occidental estaba entrando en la era del conocimiento sin medida y de
la información globalizada, en la era de Ia innovación incesante y del pluralismo
irresistible.
La cultura de la información, del
conocimiento y de la innovación -llámesele "posmodernidad" o como se
le quiera llamar- traía consigo el fin de todas las certezas y de todas las grandes
teorías, el formidable desmoronamiento de todas las instituciones, la crisis de
la tradición, la pluralidad y la incertidumbre radicales. Y todo eso, claro
está, sacudió más fuertemente que nunca los cimientos de todas las
instituciones religiosas poco después de la conclusión del Concilio.
En consecuencia, no fue la
primavera soñada lo que llegó, sino más bien el "invierno eclesial”, en expresión
de K. Rahner. La sociedad en masa se fue alejando de la Iglesia. Las iglesias
se fueron quedando desiertas, los seminarios vacíos. La sociedad europea
occidental se fue secularizando profunda y masivamente.
La secularización no quiere decir,
sin embargo, que la religión desaparece, sino que las instituciones religiosas
(sobre todo las católicas) pierden el predominio que ejercían sobre las instituciones
sociales. Dicho de otra forma, la secularización significa laicidad: fin de la
supuesta unanimidad de creencias y de opciones éticas, y pluralismo radical de
opiniones y de valores.
También entre los mismos
cristianos -de manera especial en el seno de la iglesia católica- tenia lugar
el mismo fenómeno: por todas partes se ponían en tela de juicio todas las certezas
tradicionales; surgían por doquier líneas y corrientes opuestas, a menudo
confrontadas entre sí.
El futuro institucional se
presentaba cada vez más oscuro. La perplejidad iba en aumento. Lejos de
resolverse con el Concilio, la crisis no hacia más que agravarse en la Iglesia. ¿Qué estaba
sucediendo? ¿Cuál sería el remedio? El remedio depende del diagnóstico. Y ahí
empezaron de nuevo los problemas. ¿Cuál era el mal que aquejaba a la Iglesia? ¿A qué se debía
la crisis? Esa es la cuestión. Y muy pronto aparecieron y se enfrentaron dos diagnósticos
sobre la crisis opuestos, entre sí.
Dos
diagnósticos y dos remedios: Rahner y Ratzinger: Durante
y después del Concilio, Rahner siempre abogó por la renovación. Mientras que
Ratzinger escribe: “Crecía cada vez más la impresión de que en la Iglesia no había nada
estable, que todo podía ser objeto de revisión, El Concilio parecía asemejarse
a un gran parlamento eclesial que podía cambiarlo todo y revolucionar cada cosa
a su manera" (Mi vida. Recuerdos (1927-1977), Encuentro, Madrid
1997, p. 132).
Rahner siguió hasta el fin
reivindicando el espíritu renovador del Concilio, más allá de la letra de sus
documentos, fruto, al fin y al cabo, de circunstancias históricas y de
componendas humanas. Ratzinger, por el contrario, urgió a atenerse a la letra
escrita de los documentos conciliares: lo demás es "desatino" (J.
Ratzinger, "El lugar de la
Iglesia y de la
Teología en el momento actual", en Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental,
Herder, Barcelona 1985, p. 468).
Para Rahner el Concilio había sido
un "nuevo comienzo", en ruptura con los últimos 100 años dominados
por los papas Píos (de Pío IX a Pío XII), de 1850 a 1950). Ratzinger
insiste en la continuidad sin ruptura.
Para Rahner, "el Concilio era
un comienzo, no el final; la introducción, no su conclusión", nada más que
"el comienzo del comienzo” ("El Concilio, nuevo comienzo”, en Karl Rahner. La actualidad de su pensamiento,
Herder, Barcelona 2004, pp. 67-88). Para Ratzinger, es ilegitimo y engañoso
aspirar a otro futuro eclesial distinto del ya diseñado en los documentos conciliares.
No hace falta decir que, durante
el pontificado de Juan Pablo II, fue el diagnóstico de Ratzinger el que se
impuso en el Vaticano y, por consiguiente, en la jerarquía en su conjunto y en
todas las instituciones oficiales. Ratzinger fue el teólogo e inspirador teórico
de Juan Pablo II. Y fue, y es hasta boy, su sucesor en el trono papal de Roma.
Su contrarreforma continúa.
6. Más allá de la letra del Concilio
Desde la apertura del Concilio
hace 50 años, el mundo ha cambiado, la cultura ha cambiado, la política y la economía
han cambiado. La información es el factor más decisivo del mundo actual. Pero
la masa de la información es tan enorme y globalizada, que todo se ha vuelto más
complejo, inestable e incierto.
El Concilio Vaticano II se sitúa
en la frontera de dos épocas culturales distintas, como a horcajadas entre la
modernidad y la posmodernidad. Quiso responder a los desafíos de la modernidad,
pero era demasiado tarde, pues otra época llamaba ya a la puerta. Y a la Iglesia le sucedió aquello
de que "cuando habíamos encontrado todas las respuestas, nos cambiaron las
preguntas".
No quiero decir que el Concilio
llegara a dar la respuesta adecuada a los retos de la modernidad. Es evidente
que no. Si realmente hubiera asumido la modernidad, hubiera asumido también la
posmodernidad, pues ésta es prolongación de aquélla. El Concilio no fue sino un
tímido punto de partida después de un retraso acumulado durante siglos. Dos
pasitos adelante, uno y medio atrás.
Lo mismo cabe decir sobre las
reformas posconciliares. No dieron el fruto esperado, pero no porque las
reformas llegaran demasiado lejos, sino porque se quedaron demasiado cortas, en
un momento en que la sociedad occidental avanzaba cada vez más de prisa en una
época nueva.
La jerarquía eclesiástica sigue
aferrada a instituciones autoritarias y patriarcales rígidas, a lenguajes y a
imaginarios caducos, a doctrinas trasnochadas, a creencias insostenibles, a
obsesiones morales estrechas. Es lamentable, pues los evangelios y toda la Biblia, la vida de Jesús y
sus enseñanzas, tantos cristianos y cristianas del pasado y del presente, toda
la historia del cristianismo -a pesar de sus sombras- e incluso todos los dogmas
-más allá de su literalidad-... todo está lleno de potencialidades y de nuevas
posibilidades. El viejo cascarón ha de abrirse cada vez, para que la vida nueva
que porta en su seno brote y se desarrolle.
Reinventar las palabras y las imágenes,
reinterpretar los dogmas y las creencias y actualizarlas... todo eso no es lo
más importante, pero es imprescindible. Lo más necesario es el aliento y el fuego,
el consuelo y el vigor del Espíritu. Pero requiere adaptar el lenguaje y todas
las instituciones cristianas al nuevo paradigma de hoy, si queremos que sean
luz y levadura para hoy.
El cristianismo tradicional -y
también el Concilio Vaticano II- está
injertado al paradigma antiguo: un paradigma dualista (Dios-mundo como si fueran dos, cuerpo- alma, vida actual-vida
futura, tiempo-eternidad...), un paradigma antropocéntrico
(como si el ser humano fuera el centro y la cumbre de la creación y del universo),
un paradigma eclesiocéntrico (como si
no hubiera salvación fuera de la
Iglesia), un paradigma jesucéntrico
(como si el hombre histórico y particular Jesús de Nazaret fuera la únca
revelación plena de Dios y el único salvador pleno)... Ese paradigma teológico
está agrietado, hace aguas por todas partes y no será posible mantenerlo sino
en círculos marginales y cerrados.
Si la Iglesia quiere anunciar y
aportar algo bueno a la sociedad actual, debe forzosamente asimilar un nuevo
paradigma: un paradigma holístico (no
dualista: todo está relacionado con todo, desde los átomos hasta las galaxias),
un paradigma dinámico (no estático:
todo está en permanente transformación, la evolución sigue en marcha, y no
sabemos hacia dónde), un paradigma ecológico
(no antropocéntrico: todos los seres en todo el universo constituyen una única comunidad,
y unos seres no están "más arriba" ni son “más dignos" que
otros), un paradigma pluralista (una religión
no es, de por sí, más "verdadera" que otra religión o que la negación
de toda religión).
Señalo algunos puntos de la
doctrina tradicional que creo que hay que revisar a fondo:
o
Hay que revisar y reinterpretar a fondo
el concepto mismo de dogma y todos los dogmas, si queremos que hoy digan algo
comprensible y sanador.
o
Hay que superar la imagen de un
Dios Ente supremo, separado y omnipotente, que interviene en el mundo desde
fuera y en ocasiones, cuando quiere, de modo "milagroso".
o
Hay que superar el exclusivismo
cristiano, que entiende a Jesús como úrica revelación plena de Dios y único
salvador pleno), y hay que entender la divinidad de Jesús como realización de
la humanidad (bondad).
o
Hay que aplicar los principios democráticos
a todos los niveles de la
Iglesia y en todas sus instituciones.
o
Hay que reconocer por fin y a
todos los efectos la igualdad de la mujer.
o
Hay que aceptar que todas las
normas morales, en cuanto normas concretas, son relativas y cambiantes; en
concreto, hay que revisar por entero todos los planteamientos relacionados con
la sexualidad (divorcio, homosexualidad. . .) o referidos a la vida (investigación
genética, métodos de reproducción, métodos de contracepción, control de natalidad,
aborto, eutanasia...).
o
Hay que asumir el principio de una
sociedad laica, es decir, plural, en todos los campos ligados a la convivencia pública.
o
Hay que asumir a todos los niveles
el no saber, la complejidad y la incertidumbre como rasgos constitutivos de
nuestra cultura, así como su corolario básico, el pluralismo, y la exigencia
fundamental del pluralismo: el diálogo.
Nadie conoce la forma que el
cristianismo tendrá en el futuro una vez asimilado este paradigma. Pero si no
lo acepta, parece claro que su futuro, de tener algún futuro, será social y
culturalmente marginal.
¿Qué podemos decir, en esta situación,
sobre el Concilio Vaticano II? Aun tiene virtualidades por explotar, pero solo serán
efectivas si la Iglesia
católica se deja guiar por el impulso y el espíritu más que por el significado
y la letra de sus documentos.
Sería necesario un Concilio
Vaticano III o un Concilio de Jerusalén II, que intentara algo similar a lo que
intentó el Primer Concilio de Jerusalén, que trató de adaptar el movimiento
cristiano, nacido en el seno de la cultura y de la religión judía, a las
exigencias de la cultura y de la religiosidad griega. Pero si en el hipotético
nuevo Concilio van a participar únicamente los obispos (nombrados todos por los
dos últimos papas) y habida cuenta de su mentalidad, no cabe esperar ninguna renovación,
sino más bien al contrario. Así pues, a lo mejor más vale que, en estas
condiciones, ni siquiera se intente la celebración de ningún Concilio.
El Concilio Vaticano II quiso ponerse
más o menos a la altura del mundo moderno, recuperando un retraso de siglos,
pero solo a medias lo logró. Y hoy nos encontramos con que la Iglesia, lejos de
amoldarse a la posmodernidad, está saltando por encima de la propia modernidad
y volviendo a la premodernidad, deshaciendo así para atrás los pasos hacia
adelante dados por el Concilio. La
Iglesia esta volviendo a ser cada vez más una institución
premoderna. De modo que ya no es una sola era cultural la que nos separa de la
sociedad en la que vivimos, sino dos eras culturales: la modernidad desandada y
la posmodernidad por estrenar. Dos eones nos separan del mundo en que vivimos.
Una distancia ininita.
Pero solo puede haber una forma de
ser fieles al Concilio Vaticano II: prolongarlo, ir más allá.
7. Citar el Concilio para volver al pasado
Os propongo un ejercicio, para
terminar: mirar cómo se cita el Vaticano II en el Catecismo de la Iglesia Católica
(1997). Me fijaré solamente en las citas de la
GS. Este Catecismo contiene unas 170 citas
textuales de la GS
(contando las repetidas), pero ¿basta con ello para poder afirmar que el
Catecismo es fiel al espíritu, al aliento, a la inspiración profunda de esta Constitución
o del Concilio en su conjunto, incesantemente citado? Evidentemente no. La cuestión
no es el cúmulo de citas, sino la selección de las mismas: qué es lo que cita
y, de modo especial, qué es lo que no cita, es decir, aquello que silencia y
oculta. Ni lo uno ni lo otro es casual, sino intencionado. Señalaré unos
cuantos ejemplos.
El Catecismo no cita el n. 1 (la Iglesia solidaria de nuestro
tiempo), pero sí el n. 2 (el ser humano esclavizado por el pecado); nunca cita
los nn. 3 al 9 (“signos de los tiempos",
“revolución", "mutación", “metamorfosis social y cultural",
su "influjo sobre la vida religiosa", “realidad dinámica y evolutiva",
“conocer el mundo en que vivimos"), ni el 11 ("discernir" en cada época los signos
de Dios), pero sí el 10 (“hay muchas cosas
permanentes”); no cita, en cambio, el n. 41 ("la
Iglesia reconoce y
estima en mucho el dinamismo de la época actual"), ni el 42 (“cuanto de bueno se halla en el actual
dinamismo social"). El sesgo es evidente.
Sigamos. Cita cuatro veces el n.
17, pero nunca la frase sobre la necesidad de que la persona "actúe según su conciencia y libre elección";
y no cita el n. 28 (la persona conserva su dignidad "incluso cuando está desviada por ideas falsas").
Cita el n. 21 sobre el ateísmo,
pero no la frase de que su remedio es "la
exposición adecuada de la doctrina".
No cita el n. 33 (la Iglesia "no siempre tiene a mano respuesta adecuada a
cada cuestión"). Cita el n. 43, pero no la afirmación de que los
cristianos pueden adoptar opiniones u
opciones divergentes. Y no cita el n. 75 (“El
cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales
discrepantes"), ni el 92 (la Iglesia debe reconocer "todas las legítimas diversidades" de las otras Iglesias).
Cita el n. 44, pero sin mencionar
"los muchos beneficios" que
la Iglesia
"ha recibido de la evolución histórica
del ser humano"; asimismo, cita cinco veces el n. 45, pero nunca la frase
de que la Iglesia
"recibe ayuda” del mundo.
El capítulo más conservador de la GS es seguramente el referido
al matrimonio y la familia; contiene apenas un par de frases que podrían significar
una cierta apertura. Pues bien, el Catecismo cita abundantemente este capítulo,
pero nunca esas expresiones más aperturistas. Así, cita doce veces el n. 48 (el
más citado de la Constitución),
pero ninguna sola vez recoge la frase que dice que los esposos deben “participar en la necesaria renovación cultural,
psicológica y social a favor del matrimonio y de la familia"; cita
cinco veces el n. 50 sobre la procreación, pero nunca la afirmación de que
"este juicio, en último término, deben
formarlo ante Dios los esposos personalmente”.
Cita cuatro veces el n. 36, pero
nunca la expresión "legítima autonomía",
y sí varias veces la frase "la
criatura sin Dios desaparece". Cita el n. 58, pero solo la frase
"la buena nueva de Cristo renueva constantemente
la vida y la cultura del hambre caído", y no que “Dios habló según los tipos de cultura propios de cada época”. Nunca cita el n. 59, que dice, por ejemplo:
"la cultura... tiene siempre
necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía".
Tampoco el n. 76, que dice que "la comunidad
política y la Iglesia
son independientes y autónomas", que la Iglesia “no pone su esperanza en privilegios dados
por el poder civil”, y que incluso “renunciará
al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos", cuando
resulten ser un anti-testimonio social.
Cita el n. 62, pero solo la afirmación
de que la teología debe “profundizar en
el conocimiento de la verdad revelada", no otras muchas afirmaciones sobre
la teología: que hoy se halla ante problemas nuevos que reclaman nuevas
investigaciones, debe utilizar las ciencias, debe reconocérsele "la justa libertad de investigación",
hay que distinguir la fe y la formulación. .. Cita el n. 89, pero solamente la
referencia a la "ley divina y
natural". Y no cita el n. 91, que habla de "la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen
en el mundo de hoy", de que la Constitución "más de una vez trata de materias sometidas a incesante evolución"
y que, por ello, la enseñanza es solamente "genérica”.
Todo eso no puede deberse a mera
casualidad. La intencionalidad es innegable, y la conclusión también: el
Catecismo es fiel solamente a una parte de la GS (y del Concilio en general), a la parte más
tradicional y conservadora, a aquella con la que sintoniza la autoridad vaticana
de hoy. Ignora o silencia su potencial renovador. Traiciona a aquella corriente
conciliar que soñó con otra Iglesia y otra teología para el mundo de hoy.
O aferrarnos a unas afirmaciones
de hace medio siglo -y además a las más conservadoras, cuidadosamente seleccionadas-
o dejarnos llevar por el corazón vivo que palpita en este texto: he ahí el
dilema al que nadie puede escapar. El Espíritu no es el texto, sino el impulso
que lo inspiró.
No hemos de mirar al pasado de
nuestro presente sino para realizar el futuro de nuestro pasado. El criterio de
la fidelidad es el pasado en cuanto profecía y germen de futuro. No lo que
quedó dicho, sino su apertura a lo nuevo por decir. El Catecismo, como la jerarquía
vaticana desde Juan Pablo II, es fiel a la parte de Trento (1545-1563) y del
Vaticano I (1870) que sigue presente en el Vaticano II, pero no es fiel al impulso
del Espíritu que inspiró a muchos padres conciliares y que renueva la faz de la Tierra. Sin embargo,
el Espíritu sopla donde quiere y es imparable. Ahí sigue también presente en muchos
textos conciliares, esperando a ser liberado de la servidumbre de la letra
El cardenal belga Suenens, en su
célebre intervención conciliar del 4 de diciembre de 1962, propuso que el Concilio
hablara de la "Iglesia ad intra" y de la "lglesia ad
extra". La Lumen Gentium responde
a la primera perspectiva, la Gaudium et Spes a la segunda.
¿Representa la GS, no ya la palabra definitiva
de la Iglesia
para el mundo contemporáneo -pues ninguna palabra es definitiva-, pero sí el
talante y la postura definitiva de la Iglesia ante los hombres y las mujeres de hoy? ¡Ojalá!
¡Ojalá la Iglesia
se presentara entonces y siempre como hermana y compañera, más que como única
maestra, compartiendo las luces pero también las dudas! Pero no fue del todo así
en aquel momento, ni lo ha sido después, ni lo es hoy.
No hay más que mirar las
discrepancias internas del Concilio a las que acabo de hacer alusión, o el
antagonismo de las valoraciones de que fue objeto la GS incluso entre los teólogos
"reformadores" (por poner unos nombres: Ratzinger y De Lubac por un
lado, Chenu y Congar por otro), no solamente después del Concilio, sino ya en
su fase final.
(Los
teólogos de ambas corrientes formaron bloques enfrentados en torno a dos revistas:
Concilium, impulsada por
Schillebeeckx, Rahner, Küng..., fundada en 1964; y Communio, promovida por Balthasar, De Lubac, Ratzinger..., fundada
muy poco después de finalizado el Concilio).
Pues bien, 50 años después de la inauguración
de aquel Concilio, demasiado abierto para unos y demasiado cerrado para otros,
volvemos a leer sus documentos. El libro y el texto siguen siendo los mismos,
pero su lectura no es la misma, no puede serlo. La lectura es siempre distinta,
aunque se piense que no. Cuando cambian los tiempos, ha de cambiar la lectura,
si quiere ser viva y hacer que el texto inspire como inspiró en su tiempo. En
su tiempo inspiró.
El XXI concilio ecuménico
(...) quiere transmitir la doctrina católica pura, íntegra y sin
adulteraciones, doctrina que es en cierto modo y en medio de las dificultades y
controversias un legado común de la humanidad. Este legado no agrada a todos,
pero se ofrece a las personas de buena voluntad como un tesoro valioso e
inapreciable.
Así, a pesar y a través de todos
los duros enfrentamientos, la consigna dominante acabó siendo esta: "Es
preciso reconciliarse con el mundo moderno”. "Aggiornamento" (puesta
al día, actualización) era el término más recurrente. Esta es la postura que se
respira en general en la constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la
Iglesia en el mundo actual. Es el documento conciliar más
largo, y el primer documento vaticano dirigido a toda la humanidad, no solo a
los cristianos. Es lo mejor del Vaticano II, la expresión más clara de una
Iglesia nueva y de una nueva teología para unos tiempos nuevos. En ella la Iglesia se abre al mundo,
declara compartir sus gozos y esperanzas, sus angustias y dolores, se presenta
como hermana y compañera, afirma por primera vez aceptar de buen grado los grandes
principios de la modernidad.
Mencionaré algunas de las
incoherencias más importantes que quedan patentes en los textos conciliares:
1.- La relación entre el papa y los demás obispos: por un lado afirma
que todos los obispos y el papa forman una comunidad (collegium) de miembros iguales; pero por otro lado afirma también
que el papa posee un poder absoluto sobre todos los obispos y que puede
ejercerlo cuando quiera (Lumen Gentium 22
afirma ambas cosas). Conviene mencionar, a este respecto, la "Nota
explicativa" que el papa Pablo VI, sin acuerdo ni consulta de los obispos
conciliares, "Nota” en la que se dice que el pleno poder lo posee la comunidad
o “collegium" de los obispos, pero que "collegium" no significa “comunidad
de iguales” y que, en última instancia, el pleno poder reside en el papa. Ambas
afirmaciones son inconciliables entre sí, y responden a dos modelos opuestos de
iglesia. En Lumen Gentium se afirma
que los obispos no son representantes del papa, sino de Cristo, pero la "Nota
explicativa" y el Derecho Canónico de 1983 convierten a los obispos, en
definitiva, en meros representantes del papa. Contradicción.
2.- EI lugar
de los laicos en la Iglesia:
en la Lumen Gentium,
a la Iglesia
se la denomina "pueblo de Dios”; además, alterando el orden del esquema
preparatorio, trata en primer lugar sobre el pueblo cristiano (capítulo II) y
luego sobre la jerarquía (capítulo III), dando así a entender -veladamente, es
verdad- que lo primero y lo más importante es el pueblo del que forman parte
todos, que todos los miembros de la
Iglesia son hermanas y hermanos y que los obispos y el papa
representan al pueblo creyente. Pero, a pesar de que subraya la importancia de
los laicos, el modelo eclesial del Vaticano II acaba siendo muy clerical:
divide la Iglesia
en tres (clérigos, religiosos, laicos), asigna a los laicos las "tareas
del mundo", reserva todo el poder al clero y desecha absolutamente toda perspectiva
democrática (afirma que la jerarquía representa a Cristo, no al pueblo, como si
ambas cosas se contrapusieran o se pudieran separar). Salta, pues, a la vista,
que en el Concilio coexisten dos modelos eclesiales: uno que la entiende como
pueblo y como comunidad, otro que la considera como jerarquía. Así sucede hoy
que cada uno apela al modelo que prefiere, y que la jerarquía actual da por bueno
únicamente el modelo jerárquico, apelando al mismo concilio.
3.- La
Iglesia católica y
las otras iglesias: en el tema del ecumenismo intereeclesial se constata
igualmente una gran incoherencia. Algunos textos parecen reconocer a las
iglesias no católicas su plena calidad de Iglesia; otros -los más, a decir
verdad- afirman que solo la iglesia católica romana es verdadera Iglesia. Un
verbo latino y una preposición aparentemente anodinos dieron en su tiempo y aun
hoy siguen dando mucho que hablar: subsistit
in. En Lumen Gentium 8 se dice
que la Iglesia
de Cristo "subsiste en" (subsistit
in) en la iglesia católica (romana), corrigiendo intencionadamente una redacción
anterior en la que se decía que la iglesia católica -solo ella, se entiende-
“es” (est) la Iglesia de Cristo. Hay una
gran diferencia entre ambas afirmaciones, pero la jerarquía católica actual
entiende y enseña que la primera afirmación -que la iglesia católica romana es
Iglesia de Cristo- solo cabe entenderla en el sentido de la segunda -que únicamente
la iglesia católica romana es Iglesia de Cristo- (así lo hace, por ejemplo, en
la declaración Dominus Jesus
publicada por la
Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe en el año 2000).
4.- La relación entre el cristianismo y otras religiones: algo semejante
sucede también en esta cuestión tau crucial hoy. El proemio de la Declaración Nostra
Aetate citado más arriba viene a afirmar que nadie es dueño del misterio
divino y que, por consiguiente, el cristianismo no puede situarse por encima de
las demás religiones. Pero en otros textos, por doquier, se afirma que solo el
cristianismo es, por voluntad divina expresa, la única religión plenamente verdadera
(es lo que sostiene firmemente, en abierta hostilidad contra todo pluralismo
religioso, la Declaración
Dominus Jesus que se acaba de mencionar). Es
decir, también en lo que respecta a las religiones no cristianas, el Concilio
quedó a medio camino. Llego a decir más de lo que nadie esperaba entonces, pero
menos de lo que hoy sería necesario.
Es justo reconocer que, en medio
de tantas dificultades y obstáculos, y también contradicciones, los padres
conciliares se habían aproximado con la mejor voluntad a la sociedad moderna de
la era industrial.
Cabe ilustrar ese doble diagnóstico
opuesto fijándonos en dos de las máximas figuras teológicas y eclesiales del
Concilio y del posconcilio: el jesuita Karl Rahner y el sacerdote bávaro Joseph
Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI. Ambos "personifican dos paradigmas a la
hora de afrontar y enjuiciar el devenir de la Iglesia posconciliar"
(S. Madrigal, Karl Rahner y Joseph
Ratzinger, 14).
Ambos colaboraron en la redacción
de algunos de los documentos más importantes y debatidos del Concilio. Ambos
fueron miembros de la
Comisión Teológica Internacional entre 1969 y 1974, pero
precisamente en el seno de dicha comisión fue donde su desencuentro fue más
profundo y manifiesto. Y Rahner acabó abandonando la comisión a los cinco años.
Para Rahner, el proceso de secularización
generalizada y el vaciamiento de las iglesias en Europa habían coincidido con
el Concilio y el postconcilio, pero no eran achacables al Concilio ni a las
reformas posconciliares.
Para Ratzinger, por el contrario,
el Concilio y sobre todo las reformas promovidas durante el Pontificado de Pablo VI (1963-1979) han sido
uno de los factores de la secularización, porque han diluido la identidad
cristiana y han sembrado la inseguridad entre los cristianos. En 1985, en su
famoso y decisivo Informe sobre la fe
en forma de entrevista, J. Ratzinger, a la sazón Prefecto de la Sagrada Congregación
para la Doctrina
de la Fe, afirmaba
que la Iglesia
había traicionado al Concilio y que era preciso recuperar el "auténtico
Concilio” en continuidad con la tradición (entiéndase, en continuidad con el
Vaticano I de 1870 y con el Concilio de Trento de 1545-1563).
No le falta razón cuando escribe:
“Rahner y yo, a pesar de estar de acuerdo en muchos puntos y en múltiples aspiraciones,
vivíamos, desde el punto de vista teológico, en dos planetas diferentes" (Mi
vida. Recuerdos (1927-1977), p. 126).
Que nadie posee la verdad es lo más
verdadero e indiscutible. El pluralismo y la relatividad de todas las perspectivas
es ahora la premisa más universal y la más unánimemente compartida
Las religiones no estaban preparadas
para esta radical transformación cultural, y el cristianismo católico tal vez
menos que ninguna otra. En el Concilio Vaticano II habla todavía una Iglesia
que es madre y maestra, depositaria de la única revelación plena de Dios en la
historia; renuncia, eso sí, a imponer su verdad, como lo venía haciendo desde
el emperador Constantino en el s. IV, pero sigue teniendo la pretensión de
poseer la llave de la verdad, de la humanidad, del presente y del futuro.
¿Y qué decir sobre las contrarreformas
de los últimos 30 años? Estamos desandado el camino recorrido, en dirección
contraria a la sociedad, a la cultura, a la historia, aduciendo la crisis
posconciliar (es un mal diagnóstico o una mera excusa). Pero si el esfuerzo reformador
no dio fruto, aun menos lo dará la contrarreforma de Juan Pablo II y de Benedicto
XVI. Todas las Jornadas Mundiales de la Juventud (la última de Madrid, por ejemplo) son engañosas, a pesar del
boato y del ruido mediático. Mientras los grandes bancos echaban de sus casas, desahuciados,
a quienes no podían pagar sus hipotecas, los obispos recibían de esos mismos
bancos cantidades vergonzosas de dinero para llevar a cabo en las calles de
Madrid la exhibición de la iglesia más conservadora. Tuvo lugar la exhibición,
¿y luego qué? Empezaron a preparar la próxima exhibición... ¿Dónde está la Iglesia que debiera ser
luz y sal, levadura de un mundo nuevo? ¿Dónde está la llama del Evangelio? ¿Dónde
está el evangelio que consuela y renueva? ¿Dónde está la mística activa y transformadora
del Espíritu?
La contraposición establecida por
Benedicto XVI entre "hermenéutica de la ruptura” y "hermenéutica de
la continuidad" en la lectura del Vaticano II es cuestión semántica. Puede
ser que el papa califique de ruptura toda lectura del Concilio qua él no
comparta. Y puede ser también que llama “continuidad” a la mera repetición de
las fórmulas conciliares. Pero la vida no repite nada; se transforma sin cesar,
y a veces produce maravillosos saltos que parecen rupturas, pero que no lo son;
son nuevas expresiones de la vida en una realidad siempre abierta.
Dejemos, pues, de lado esa discusión
terminológica, y concedámonos la libcrtad para hacer aquella lectura de GS que
a cada uno parezca hoy más acorde con el Espíritu y la Vida. Nadie es neutro,
nadie se libra de hacer una lectura u otra. La fidelidad no es neutra, ni consiste
en repetir la letra del pasado.
En realidad, nadie repite toda la
letra. No solamente la lectura, sino también la repetición es siempre selectiva.
La lectura de la GS
que yo acabo de proponer en estas páginas no es imparcial: los textos que selecciono
constituyen una lectura, sugieren una interpretación, indican aquello que para
mí es decisivo en el documento, algo que en su momento fue innovador y que hoy
sigue siendo inspirador de futuro. Lo mismo se aplica, pero en el sentido inverso,
El Concili Vaticà II cinquanta anys després - a “L’altra mirada”, revista de l’Ateneu Pere Mascaró - nº 12
desembre de 2012
Teodor Suau Puig.
Biblista i Professor.
Parlar d’un esdeveniment succeït fa cinquanta anys és fer
història, encara que nosaltres, la gent de la meva generació, si no en fórem
protagonistes, sí ho visquérem en primera persona. I molt primera persona. Fer
història vol dir interpretar. I més s’interpreta com més fou viva l’experiència
que es va elaborar de les coses succeïdes. Per això en aquesta breu reflexió
només puc parlar d’allò que per a mi ha significat el bocí d’història que
comença amb la preparació i els inicis del Concili. I que per a mi i per a
molts d’altres va ser definitiu.
La primera cosa que convé recordar, encara que només
sigui per tenir-la present sense aprofundir-la, és la contextualització en
l’època que es va desenvolupar. Tant a l’Estat Espanyol, llavors en ple
franquisme, com en la resta del món, sobre tot a Europa i als països que
iniciaven el procés de desconolonització amb força i esperança. Certament, per
a tots, va ser un temps d’il·lusió. Poques vegades d’aleshores ençà, transició
inclosa, la utopia semblava a punt de convertir-se en temps i espai. Per aquest
motiu, s’ha definit com una època de primavera.
Per a l’Església catòlica va ser així. Impensable només
deu anys enrere, Joan XXIII suposà un miracle, una glopada d’aire fresc en el
casal tancat i envellit, com a ell li agradava dir en parlar de l’Església. El
Concili va néixer d’una consciència lúcida, preparada des de les trinxeres de la Gran Guerra i de les
experiència horroroses del nazisme i del feixisme, que constatava la distància
entre el catolicisme, sobre tot l’oficial, i la realitat. Feia massa temps que
l’Església havia girat l’esquena a un món en emancipació, amb el qual gairebé
només mantenia una relació d’hostilitat i condemna. Es veia a ella mateixa com
a defensora de l’Antic Règim. La classe obrera, el món de la ciència, els
pensadors, els joves a poc a poc, ja no es consideraven a ca seva en el sí de
l’Església. Tot just acabada la Segona Guerra Mundial s’havia escrit un llibre
que va provocar un terratrèmol entre el catòlics europeus: “França, país de
missió”. Eren els dies dels capellans obrers, maltractats per la jerarquia i
dels intents de renovació nascuts aquí i allà amb un desig seriós de retrobar
la frescor de la fe en Jesucrist. Tot això ho va saber recollir Joan XXIII i es
feu present com horitzó en les sessions del Concili on, misteriosament,
acabaren per imposar-se.
Les notes definitòries de l’aportació del Vaticà II a la
vida cristiana d’aleshores es poden sintetitzar en aquestes dues: la primera,
una mirada simpàtica, integradora, positiva i amb voluntat de trobada i
escolta, sobre la societat del temps. Que ja no era vista com l’enemic que fa
màrtirs sinó l’ interlocutor del qual es pot aprendre. Sobre tot, com el lloc
de la pregunta que l’Església ha de saber respondre. En segon lloc, la voluntat
explícita de fer de la bona nova multisecular el contingut de la proposta de
l’Església al món. En aquest sentit, s’ha de parlar d’un intent tremendament
honest portat a terme per la jerarquia catòlica mundial reunida entorn del Papa
a Roma. Poques institucions han tingut el coratge de fer el que aleshores va
fer l’Església en bloc. I poques vegades s’havia fet en la mateixa història
eclesiàstica, tant per part del conservadors com dels qui demanaven un canvi
d’estil en la manera de viure la mateixa fe dels apòstols. El “Missatge del
Concili a la Humanitat”,
a la cloenda de les sessions, és en aquest sentit exemplar encara avui. El
mateix s’ha de dir de la resta dels documents que s’aprovaren per amplíssimes
majoria.
Naturalment, això va provocar un allau de conseqüències
diverses que han determinat la història immediata. Que molts han considerat
desastroses, perquè han mirat sols allò que no els acabava d’agradar. N’hi ha
una de molt important: la pèrdua de poder que suposava l’aposta pel diàleg
sobre la imposició; la priorització del testimoni per damunt de la formulació
de la doctrina; sobre tot, de l’afirmació de la llibertat cristiana com a
constitutiu essencial de la fe i condició d’ella. Em sembla que aquesta ha
estat la causa de les revisions posteriors a la doctrina i a la voluntat del
Concili i allò que no han sabut pair els qui volen una Església forta,
interlocutora de tu a tu amb els poderosos del món, que exigeix els seus drets
més que s’esforça en servir els més petits i els més pobres.
Una altra cosa no es pot oblidar: a l’Estat Espanyol,
difícilment hi hauria pogut haver la transició de la manera que es va produir
sense el Concili, que feia de l’Església una força de canvi quan fins aleshores
havia estat un pilar del règim.
Avui les coses són molt diferents. La globalització ha
introduït elements radicalment nous en la forma de viure i de veure les coses.
Els reptes també són nous. I les respostes, encara no són en la línia de la
transformació i del canvi. Tornen fantasmes vells. L’Església cerca el seu lloc
en la nova situació mundial. Tot i que a cada àmbit social i cultural es donen
situacions prou diferenciades, la por, la consciència que no hi ha gairebé res
a fer, l’enduriment de les relacions socials, la crisi de valors i tantes
altres coses que tots sabem empenyen més a la seguretat que a la voluntat de
ser llevat i llum. No cal perdre l’esperança. Seria la victòria dels qui
s’aferren al poder. El Concili ha mostrat i demostrat que es té dret a confiar
en les persones i en l’evangeli, el mateix evangeli que fa dos mil anys ha
estat present en la història motivant els millors d’entre nosaltres al do de la
vida per amor, sense altra espera que la força infinita de la gratuïtat. Per a
mi, aquesta és l’herència del Concili. Llavors semblava impossible. I va ser.
Per què no ho ha de ser també avui? Al manco, que ho sigui cada vegada per a
més persones.
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