El fuego – Henri Barbusse
Eso no son soldados, son hombres. No son
aventureros, guerreros hechos para la carnicería humana (o carniceros
o ganado). Son jornaleros y obreros y se les reconoce a pesar de sus uniformes.
Son civiles arrancados de cuajo de su sitio. Están a punto. Esperan la señal
para morir o matar, pero se ve, al contemplar sus rostros entre los rayos de
las bayonetas, que son simples hombres.
Con el subtítulo Diario de una escuadra,
concluyó en diciembre de 1915 Henry Barbusse su novela El fuego,
basada en sus propias experiencias como soldado de infantería en la Gran Guerra. Una
novela terrible y hermosa a la vez que describe las miserias padecidas por los
hombres enviados a morir en las trincheras en nombre de la patria —ese hermoso
concepto que unos esgrimen, pero por el que otros mueren.
La vida llena de privaciones del frente es
descrita por Barbusse de una forma lírica y tremendista por igual. El hambre,
la suciedad, los piojos y el frío atacan a los soldados con la misma ferocidad
que los obuses enemigos. No hay un instante de reposo para ellos: en las
trincheras duermen en agujeros escavados en el barro, viven pendientes de
la entrega irregular de los alimentos o improvisan abrigos con telas y pieles,
que los convierten en un inmenso ejército de menesterosos. Un ejército que
marcha durante seis horas en la oscuridad para comenzar a construir una
trinchera bajo el fuego alemán, o que carga para conquistar una
posición enemiga. Un ejército donde no hay heroísmos, únicamente
desesperación, cansancio y necesidad.
Barbusse es un observador atento que describe la
vida de su brigada como si de la de un único hombre se tratara. Sin
sentimentalismos ramplones, transmite la idea de que ese puñado de hombres que
componen la brigada, todos de distintos orígenes y edades y reunidos por el
azar de la guerra, se han convertido en algo parecido a una familia fuertemente
unida por la necesidad, y sólo separada por la muerte.
La novela, construida en gran parte a base de los
diálogos que mantienen los soldados, adquiere un tono vivaz y realista que
acerca la verdad cotidiana de la existencia que esos hombres conocieron. Para ellos
la muerte está tan presente que apenas piensan en ella, sus preocupaciones se
centran en la hora del rancho, en el cuarto de vino que podrán beber o en
protegerse del frío. El futuro es algo incierto, improbable, hacer planes no
merece la pena. El único deseo es que la guerra acabe y, a veces, brilla por un
instante la esperanza de conservar aún la vida cuando eso suceda.
— Y aquí estamos, aguantando —refunfuña Barque.— Es lo que hay que hacer —dice Paradis.
— ¿Por qué? —interroga Marthereau sin convicción.
— No hace falta ninguna razón, porque es lo que hay que hacer.
— No existe ninguna razón —afirma Lamusse.
— Sí que existe —contradice Cocon—. Y es… Mejor dicho, hay muchas.
— ¡Cállate la boca! Mejor que no haya ninguna, puesto que hay que aguantar.
— Aún así —dice sordamente Blaire, que no deja escapar ninguna ocasión para recitar su estribillo—, aún así, lo único que quieren es nuestro pellejo.
— Al principio —dice Tirette—,
pensaba un montón de cosas, reflexionaba, calculaba. Ahora yo ya no pienso.
— Yo tampoco.
— Yo tampoco.
— Yo nunca lo he intentado.
— Yo tampoco.
— Yo tampoco.
— Yo nunca lo he intentado.
Y no
obstante, son vagamente conscientes de que ellos se juegan la vida para que
todo siga como está. Para que los “escaqueados” que permanecen en la
retaguardia por enchufe o gracias a triquiñuelas, y los civiles que disfrutan
en la retaguardia de las mil comodidades de las que ellos se ven privados,
puedan volver a enviar a otros a la muerte si llega el caso. Mientras ello
sufren y mueren destrozados por los obuses en el barro (y Barbusse hace gala de
una gran destreza descriptiva para presentar los cadáveres mutilados, los heridos,
el panorama desolador de la tierra aniquilada), los civiles viven creyendo
que el frente tiene el brillo de oropel de un magnífico desfile militar, o bien
consideran que su aportación como comerciantes u oficinista tiene el mismo
valor que la sangre derramada.
Una
reflexión, que sale del pecho de los soldados como un grito, cierra el libro.
La guerra sólo merece la pena si de su horror surge la igualdad entre los
hombres. Porque si la igualdad nace, no habrá mas guerras: su sacrificio no
habrá sido en vano. No quieren la gloria, moneda sin valor con que la sociedad
recompensa a sus héroes; quieren el progreso, entendido como la posibilidad de
ser hombres, de ser libres e iguales, de que nadie tenga la potestad de
enviarles a la muerte. ¿Lo consiguieron?
de Henri Barbusse:
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